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JOSÉ MARÍA ROMERA
Lunes, 18 de febrero 2008, 09:46
Según la poética definición de Ramón Gómez de la Serna, un amigo es «la sombra blanca de uno mismo». Es decir, alguien que nos acompaña y está cercano pero sin causarnos molestias ni problemas. Hay muchos tipos distintos de buenos amigos, pero si algún rasgo en común presentan todos ellos es la disposición a prestar ayuda en la necesidad, consuelo en la aflicción, apoyo en la debilidad. Sombras, sí, pero no oscuras sino protectoras y angelicales. No todos tienen la suerte de contar con personas dispuestas a ejercer este papel. Tal vez por eso hemos relajado el sentido del término hasta aplicarlo a cualquier relación más o menos asidua sin tener en cuenta el verdadero lugar que ocupa en la 'escala Josep Pla': el escritor ampurdanés recomendaba distinguir entre 'amigos', 'conocidos' y simplemente 'saludados'.
Según estudios recientes, los españoles gozamos por término medio de un 'capital social' (el conjunto de amigos merecedores de ese nombre) de 8,9 individuos, por encima de los 7 establecidos a escala mundial. Dice mucho de nuestra sociabilidad y de nuestra capacidad de estrechar lazos con otras personas, pero quizá el dato se deba también a cierta falta de rigor a la hora de adjudicar títulos de amigo. Es una vieja cuestión que ha suscitado el interés de moralistas y filósofos: ¿a quiénes podemos considerar amistades verdaderas sin dudas ni fisuras?
Amigos tóxicos
Porque ni siquiera todos los amigos íntimos son buenos amigos. El psicólogo Francisco Gavilán, autor de 'Todas esas amistades peligrosas' (Planeta, 2007) ofrece en su libro un amplio repertorio de lo que él denomina 'amigos tóxicos': desde el 'sanguijuela' que pretende tener la exclusiva de la amistad y acaba entrometiéndose en todos los rincones de la vida del otro hasta el 'competidor' que rivaliza en todo y sólo encuentra defectos en los comportamientos de la persona de confianza. También Confucio distinguía. «Tres clases de amigos son útiles, tres clase de amigos son nefastos. Los útiles: un amigo recto, uno fiel, uno culto. Los nefastos: un amigo falso, uno mudo, uno hablador». Y es que, por mucho que idealicemos la amistad como fuente de toda clase de beneficios, hay indiscutiblemente amigos perjudiciales que ejercen sobre quien los padece el efecto opuesto al que cabría esperar. Como mínimo, nos complican la vida.
Gavilán relaciona muchos de los casos de toxicidad con los celos. Sucede con esos amigos absorbentes que pretenden acaparar toda la atención y el afecto de la persona a la que se vinculan. Si eres mi amigo, no puedes serlo de nadie más. Amparados en la exigencia de lealtad, reclaman una dedicación completa e incondicional a su persona. Llaman por teléfono a horas intempestivas para desahogarse o para pedir ayuda en asuntos insignificantes, imponen sus planes en los encuentros y las salidas, se meten en la casa y en la vida privada del otro, pretenden incluso intervenir en las decisiones particulares de aquél a quien vampirizan. Ante ellos, preservar un espacio propio resulta inútil. Dominadores, a menudo chantajistas emocionales, se diría que experimentan alguna satisfacción especial al ejercer un poder anulador sobre sus amigos-víctimas. Ni que decir tiene que carecen de la menor empatía para conceder a éstos ni tan sólo una pequeña parte de lo que ellos reclaman para sí.
La buena amistad tiene que ser desinteresada, pero recíproca; entregada, pero no desigual. Contar con un amigo representa una garantía de apoyo en los momentos difíciles, pero al mismo tiempo un compromiso ineludible en la situación inversa. Los amigos tóxicos carecen de este sentido de la correspondencia. El mismo que nos fuerza a dejar a un lado nuestras obligaciones para servirle de paño de lágrimas en un momento difícil, escurre el bulto cuando solicitamos su ayuda. El que nos cuenta sus intimidades cargándonos con la dura responsabilidad del secreto, divulga a los cuatro vientos las confidencias de las que ingenuamente le hacemos depositario. El que pide prestado una y otra vez cierra firmemente el puño cuando la solicitud lleva dirección opuesta.
¿Por qué, a pesar de todo eso, muchos amigos sometidos mantienen durante largo tiempo (en ocasiones, de por vida) la relación con el parásito que le complica la existencia? Es difícil saberlo. En la mayoría de los casos hay una especie de imperativo moral conforme al cual nos repugna actuar con deslealtad. «Ya sé que es un impresentable, pero es mi amigo», decimos como quien exhibe con orgullo una virtud. Romper el vínculo sería un acto de traición, más hacia nosotros mismos que hacia el otro. Por otra parte, nos hemos acostumbrado. «Ya sabes cómo es», decimos, y con eso parecen quedar justificadas todas las anomalías y todos los abusos que no toleraríamos ni siquiera a la pareja propia, a los hermanos o a los hijos.
La amistad es un bien escaso que hay que cuidar con generosidad y paciencia, con comprensión y tolerancia. Por pernicioso que pueda ser un viejo amigo, probablemente hemos compartido con él momentos especiales de la vida. No forma parte de nuestro presente, sino de nuestro pasado y, además, de la parte más idealizada del pasado. Tal vez el motivo por el que los amigos de la infancia acaban siendo los más duraderos no sea otro que nuestra nostalgia: los conservamos para que perviva la memoria del tiempo remoto. Transigimos con sus defectos, les perdonamos sus errores, olvidamos los daños que nos causan porque deshacernos de ellos sería una especie de fracaso. La pregunta es hasta qué punto merece la pena arrastrar esa carga a cambio de conservar la amistad de un caradura egoísta.
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