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JORDI LABANDA
La vida en un aparatejo
OPINION

La vida en un aparatejo

JESÚS SÁNCHEZ-ADALID

Domingo, 1 de junio 2008, 05:58

CON motivo de mi artículo de la semana pasada he recibido algunas cartas que vienen a coincidir en el mensaje de fondo: se me dice en ellas que parte de los motivos de ese «desencanto» de los adolescentes al que me refería tienen que ver con las características del tipo de vida que tenemos hoy como modelo imperante. Es como acudir a ese argumento tan socorrido: «la culpa es del sistema». La sociedad del bienestar tiene, en efecto, muchas ventajas: mayor ocio, posibilidades de diversión antes inauditas, acceso a las nuevas tecnologías Pero esto por lo visto no ha logrado llenar a las personas. Estamos bien alimentados, vestidos, saturados de cosas, ahítos de televisión y, sin embargo, la vida ordinaria es aburrida, monótona, sin alarmas ni sorpresas Y el gran abismo que separa esta generación de las anteriores está sin duda propiciado por las nuevas maneras de comunicarse, eso que se ha dado en llamar la «sociedad de las comunicaciones».

En apenas una década se han generalizado las redes sociales tipo messenger o los chats, herramientas de integración nunca antes conocidas. Como los móviles, que permiten hablar con quien se quiera, cuando se quiera, sin tener que pasar por incómodos intermediarios que antes eran insalvables: la familia, los horarios, los lugares de encuentro... Hace muy poco tiempo era sencillamente inimaginable que se pudiera llevar encima permanentemente un aparato que nos permitiera estar comunicados con el mundo entero durante las veinticuatro horas del día. Y el móvil no sólo se ha extendido a toda la población, de cualquier edad o posición social, sino que se ha hecho imprescindible. Una reciente encuesta preguntaba a los españoles qué era lo que más les perturbaría en el caso de ser olvidado en casa. En primer lugar aparecía el teléfono. ¿Increíble!

Cada década renueva sus símbolos. Si en los años 80 la vanidad se ceñía a los vaqueros de marca, y en los 90 el signo visible de ostentación eran las zapatillas con cientos de modelos, colores, cámaras de aire y suelas de neopreno para caminar, jugar en pista o correr maratones; en esta década presente podemos decir que es el móvil lo que explicita el avance y esa universal aspiración juvenil de «estar en la onda». Esta es sin duda la era del móvil, el cual se concibe para hablar, pero también para lo que sea: mandar mensajes, sacar fotos, filmar un corto, escuchar música y hasta manejar un cochecito a control remoto o facilitar conexiones a Internet con «messenger» incluido. Hablar, claro, es lo de menos. Y la jerga del móvil es el último capricho puesto en funcionamiento en estos tiempos: escritura sin apenas vocales y con supresión de varias consonantes. Entre sus beneficios, el ahorro de segundos de comunicación y además genera cofradía, «colegueo» y buen rollito. Sus críticos, en cambio, ya denuncian que es un estímulo a la falta ortográfica y los problemas de sintaxis.

¿Y todo va tan rápido! La tecnología nos supera. No bien aprendemos a dominar algo, ese algo ya es viejo. Y otra vez a empezar de cero. Los teléfonos móviles no son la excepción. Como es obvio, ya está ahí una nueva generación de teléfonos. Estos servirán como PC, móvil, teléfono fijo, radio, televisión, agenda electrónica, cámara de fotos, de video y hasta GPS. Todo en la palma de la mano. La nueva democracia del teléfono imagina un usuario empobrecido al que hay que incluir en el mercado, uno que no puede comprarse la filmadora, o no accede a la cámara de fotos, y necesita unificar funciones.

En una de las cartas que he recibido, Marisa condena al móvil sin paliativos. «Es una monstruosidad que un niño de diez años empiece a ser adicto a un aparato». Según ella, eso genera individualismo. Como la «comunicación vía ordenador» en la que «el individuo se esconde detrás de la máquina».

Como en tantas otras cosas, pienso que es un asunto de perspectiva. Sinceramente, no creo que móviles o Internet, bien orientados, sean tan peligrosos para los adolescentes. Participar en los chats y messengers cumple su función, la cual es darle al joven la posibilidad de mantener ese contacto permanente con sus pares. Con la pantalla encendida en forma constante, esa comunicación -aunque pueda llegar a parecer que toma sesgos adictivos- resulta en general oportuna para la construcción de la identidad como tal. A través del chat, el joven se instala en su lugar de pertenencia, en un espacio de referencia que brinda nuevas formas de acceso a una identidad común, al grupo. Eso no es nuevo. Aunque falta la proximidad física, permanece la comunicación. Hasta ahí, nada nuevo bajo el sol.

Pero el peligro de estas novísimas formas de relación radica precisamente en su facilidad de uso. Esa posibilidad de relacionarse e intercambiar información personal instantáneamente y en cualquier lugar del mundo, sin que se vean las caras directamente, y la flexibilidad del lenguaje, a pesar de su apariencia inocente, pueden representar importantes riesgos para los usuarios: desde peligros psicológicos, hasta amenazas a la intimidad y la seguridad de la persona. Y desde el punto de vista emocional, el mayor riesgo del chat es la adicción que genera, especialmente en personas con problemas de integración social, que pueden terminar por preferir el aparato a las relaciones en la vida real. En fin, como es propio de los avances de la humanidad, sólo el futuro irá desvelando lo que traerá todo esto.

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