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Ilustración que muestra cómo Valmont utiliza el cuerpo de Émile como pupitre.
Virtudes y perversiones de los libertinos
SOCIEDAD

Virtudes y perversiones de los libertinos

Nacieron para proclamar el pensamiento libre y el goce del cuerpo, y crecieron como seductores irrefrenables y perversos, escribe el filósofo francés Michel Onfray

IÑAKI ESTEBAN

Lunes, 8 de junio 2009, 11:36

Al oír la palabra 'libertino' salta imagen del Marqués de Sade o de alguno de sus personajes dirigiendo sus características escenas de desenfreno sexual. Pero el término tiene más significados, y así Michel Onfray, en 'Los libertinos barrocos', los describe como aquellaos que, siguiendo la estela de Epicuro, celebraron la materia, el cuerpo y la alegría durante el 'Gran Siglo' -el XVII-, que no sólo fue el de Descartes, sino también el de Pierre Gassendi y Baruch Spinoza.

La acepción que utiliza Onfray es interesada, aunque legítima. El pensador francés se remite a la etimología romana de 'libertino', que significa 'emancipado', y ya dentro de la época barroca lo define como aquel que «está dispuesto a creer en Dios, pero no quiere que esta creencia tenga demasiadas consecuencias para su razón, su inteligencia, sus costumbres, ni para el uso que hace de sí mismo, de su tiempo, de su cuerpo, de su carne».

El autor pone como ejemplo de este talante liberal, libre de extremismos, el caso de Tallment des Réaux, que disfrutaba de una tortilla de tocino un Viernes Santo cuando cayó un rayo y retumbó un trueno. El libertino no había tenido empacho en contravenir el dictado de la Iglesia, pero, como las cosas se pusieron mal, él creyó que Dios le avisaba y, con un particular sentido del pragmatismo optó por tirar el 'objeto del delito' por la ventana.

Onfray continúa en su empeño de elaborar una «contrahistoria de la filosofía», que con esta obra alcanza su tercer volumen, y en vez de hablar del XVII como el gran siglo de la simetría y el orden conceptual -la famosa 'Gramática' de Port-Royal-, destapa a los filósofos menos reputados y más voluptuosos y curvilíneos, como Pierre Charron y La Mothe Le Vayer, y mete en la misma corriente al mismísimo Spinoza.

El libertino de Onfray ha aprendido de las guerras de religión y es fideísta (separa la fe de la razón), aboga por la libertad de pensamiento y la ciencia, abraza el cuerpo y el hedonismo. La historia 'oficial' de la filosofía ha marginado toda esta corriente, a juicio del pensador francés, y algo de eso pudo pasar, aunque no conviene exagerar porque de Charron a Leibniz hay un trecho, guste o no.

Cuando entramos en el siglo XVIII, el término adquiere ya el uso más habitual, ejemplificado en los personajes de 'Las amistades peligrosas', la novela de Chordelos de Laclos a la que Lydia Vázquez y Antonio Altarriba dedican 'La paradoja del libertino'. El título homenajea a 'La paradoja del comediante' de Diderot. En esta última obra, el enciclopedista argumenta que el mejor actor no es aquel que más se identifica con los sentimientos del personaje, «sino el que sabe distanciarse de ellos para simularlos con eficiente racionalidad. En el juego de la dramatización la verdad surge del fingimiento», escriben los autores.

El teatro del deseo

Diderot extendió la paradoja a otros campos, y así el orador no es el que muestra sin filtros sus pasiones y aversiones, sino aquel que las modula para producir el máximo efecto. En un sentido análogo, el libertino no expresa con sinceridad su deseo sino que lo lleva al terreno de arte, de la representación teatral, del artificio, de la técnica de la seducción, como Valmont y la marquesa de Marteueil en 'Las amistades peligrosas', dentro de un «decorado rococó», como apuntan Vázquez y Altarriba.

Los dos autores empiezan su obra con un perfil de Chordelos de Laclos, noble, militar y jacobino moderado que se libró de la guillotina por los pelos. Admirador de Rousseau y coetáneo de Sade, el francés estructura su novela como una serie de cartas, género de moda en aquella época en la que brilló la literatura confesional. En ellas, el vizconde de Valmont cuenta cómo la marquesa de Marteuil le encarga que seduzca y pervierta a la joven Cécile Volanges, de la que se ha enamorado el amante de la aristócrata.

El libertino del siglo XVII milita en la libertad de pensamiento; el del XVIII disfruta de los placeres sin cortapisas, cultiva la sensualidad hasta el extremo, se entrega a la práctica del amor sin freno. «Los libertinos partían de la idea de que todo ser humano es un ser sensual y, por consiguiente, un ser gozante, y que las educaciones religiosa y social han hecho de él un ser dolente. Devolverle su capacidad gozante constituye la labor esencial del libertino, que se ve a sí mismo, más que como un educador, como un anti-mesías venido a redimir a todos aquellos que pasan por la vida sin disfrutar de ella, sin conocer la naturaleza, sin conocer el universo, en suma, sin conocerse», sintetizan los autores en un libro de corte analítico, pero muy bien escrito, con ritmo, con muchas y muy atinadas observaciones.

Lo cierto es que algunos libertinos disfrutaron de todas las transgresiones que pudieron imaginarse y conocieron los rincones más negros de la naturaleza. A ellos, en parte, dedica la psicoanalista francesa Elisabeth Roudinesco 'Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos'. Los personajes de Sade, más que reivindicar el erotismo y el librepensamiento, «ponen en práctica la voluntad de destruir al otro y destruirse a sí mismos en un desbordamiento de los sentidos». Aun así, el 'divino marqués' también pensaba que la suya era una labor pedagógica, que consistía en enseñar a los ingenuos los «infortunios de la virtud» y la violenta maldad del mundo.

Roudinesco parte de aquello que Georges Bataille llamaba la «parte maldita» de la sociedad, en este caso los criminales más infames , comeniños, chupasangres, asesinos en serie, figuras de la abyección a las que se repudia con gusto, con un placer justiciero.

La psicoanalista se remonta a la Edad Media para ubicar los inicios de lo demoníaco y estira el hilo hasta la depravación nazi y más allá, sacando de las tinieblas tanto los aspectos destructivos como creativos de la perversión. «¿Qué haríamos sin Sade, Mishima, Jean Genet, Pasolini, Hitchcock y tantos otros, que nos legaron las obras más refinadas que quepa imaginar? ¿Qué haríamos si ya no nos fuese posible designar como chivos expiatorios -es decir, perversos- a aquellos que aceptan traducir mediante sus extraños actos las tendencias inconfesables que nos habitan?», se pregunta Roudinesco en esta obra inteligente, seductora, lista para devorar con un punto de perversidad.

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