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J. R. ALONSO DE LA TORRE
Domingo, 25 de octubre 2009, 11:18
En la Plaza Mayor hay dos hippies ingleses, ya talluditos. Están sentados en la terraza del bar Los Portales y beben grandes jarras de cerveza con ginebra. Tienen a su lado un perro muy simpático y el olor dulzón del hachís se expande por las mesas cercanas.
Esta plaza tiene aires de salita de estar con piedra y soportales. Las casas parecen dibujadas por un pintor costumbrista con sus tejados castizos, sus paredes blancas y la sierra de fondo, un muro de piedra y verde que hace las veces de telón natural.
En la plaza huele a sosiego y tranquilidad. En la Sierra de Gata casi todo es así, armónico y relajante. Los hippies van a por otra jarra y se sonríen beatíficos y felices. Aunque hace un sol justiciero de sobremesa, el envoltorio serrano que nos rodea refresca el ambiente y alivia la siesta. Dormitan dos caballeros en sus sillas de plástico mientras llega el café y algunos mozos comentan la jornada de liga en una esquina.
Nos vamos a dar una vuelta y por las calles estrechísimas se cuela un airecillo que se agradece. Si miras al cielo, te sorprenden varias sombrillas de cerveza y de helados que protegen del sol la ropa de los balcones, las macetas de los balcones, los pimientos rojos que se secan... Protegen y afean.
Nos viene a saludar una señora a la que le gusta pintar, nos avisan de que en una esquina hay un escudo que nos gustará fotografiar, nos informan de que este pueblo fue muy importante... Estamos en Gata y aquí los turistas son bienvenidos y bien tratados.
Plaza codiciada
Gata es plaza codiciada desde hace siglos. Al abrigo de la sierra, se establecieron por aquí múltiples asentamientos durante la prehistoria. Es natural: el clima es benigno, la naturaleza generosa y abunda el agua, el aceite, la caza, los bosques...
En los escaparates y las ventanas se ven carteles anunciando ventas de fincas como la de la Fuente del Cuerno, que tiene robles, castaños y derechos de agua, o un olivar de 45-50 pies situado junto al camino de los Barreales.
A este pueblo, los romanos lo llamaron Catóbriga y durante un tiempo tuvo una gata en su escudo. Los árabes la nombraron Albaranes y fue Alfonso X el Sabio quien le dio un nombre que parecía más de nación que de aldea: Hispania. Porque en aquellos tiempos, siglos XIII-XIV, Hispania no era más que una aldea de Santibáñez el Alto, cuyos alcaldes abusaban de la futura Gata. Pero los gateños debían de tener influencias en las alturas porque pronto consiguieron carta de exención de Santibáñez y categoría de villa.
En el siglo XV, Gata vive un tiempo de esplendor. Como pertenecía a la Orden de Alcántara, el Maestre de dicha orden decide celebrar en Gata Capítulo General. Años después, siendo maestre Fray Juan de Zúñiga y Pimentel, se establece en Gata la Academia del Maestre, dirigida por Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática castellana.
Gata será, pues, la sede de uno de los primeros observatorios del idioma castellano, preocupado por su estudio y reglamentación. Además de Nebrija, en la villa morarán durante un tiempo músicos, médicos, juristas y teólogos de primer orden.
De este tiempo dorado salen al paso los vestigios. Vas paseando y te encuentras con un palacete en la calle Campito, otro en la calle Órdenes, un edificio señorial en la esquina de la calle Hospital, la iglesia parroquial de San Pedro con su magnífico retablo mayor... Pero en estos pueblos de la Sierra de Gata, lo mejor es pasear sin fijarse en nombres de calles ni buscar con ahínco de turista neurótico. Deambulando por donde te lleve la intuición, irás encontrando rincones deliciosos, callejas de edificios altos y estrechos, donde la sombra reina casi todo el día, plazuelas con sabor y esquinas con gracia, donde las señoras se sientan ya en la sobremesa y charlan, miran y opinan de cada turista y de cada rumor.
Gata ya tenía reloj municipal en 1480. Albergó una importante judería y se puso de parte de Carlos I durante la Guerra de los Comuneros. El rey, agradecido, le concedió títulos honoríficos y le cambió el escudo, que tenía la gracia de contener una gata bajo la cruz de Alcántara, por otro más serio, trascendente e imperial.
En Filipinas hay una isla y una ciudad llamadas Gata y se sospecha con buen criterio que pudiera deberse a la labor de Fray Francisco de Gata, lugareño que consagró su vida a Dios y a San Francisco y fue también prestigioso asesor en la construcción de puentes y calzadas en Filipinas.
La apuesta imperial de los gateños acabó por traerles beneficios más tangibles como la elevación con Felipe II a cabeza de partido judicial. Incluso llegó a tener Gobernador.
Llama la atención la importancia del pueblo a pesar de encontrarse un tanto a trasmano. Hoy, para llegar a Gata, hay que ir a Gata, no se pasa por allí. Pero debía de merecer la pena en tiempos y sigue mereciéndolo.
El viejo puente
De hecho, junto al viejo puente de la Huerta, al lado de una agradable piscina natural, un estupendo cámping se ha convertido en segunda residencia para decenas de cacereños, que tienen allí estacionadas sus caravanas y no dejan de acudir al lugar los fines de semana.
La Sierra de Gata es reserva biológica y, desde luego, a medida que se asciende hacia el pueblo, la espesura de los bosques de pinos, árbol que proliferó en la sierra a partir de 1954, es apabullante. En el pueblo se ven palmeras de considerable altura e incluso cedros singulares.
La influencia y las buenas relaciones históricas de la villa con la Corte se notan en detalles como que cuando pujan con el Duque de Alba por la compra de una dehesa importante de la zona, la del Fresno, Felipe II prefiere la oferta del concejo gateño de 7.000 ducados a la que le hace el Duque y acaba vendiendo la dehesa a Gata.
Gata tenía al comenzar el siglo XIX alrededor de 3.000 vecinos. Pero ahí empezó un declive que tuvo su inicio en la llamada Guerra de la Independencia, cuando un contingente de 100 mozos fue a pelear contra el francés en Ciudad Rodrigo: muchos murieron y el resto acabó trabajando forzadamente en el puerto de Amberes. Los propios franceses arrasaron el pueblo meses después, quemando y matando a mansalva.
En 1840, Gata perdía el privilegio de ser cabeza de partido judicial, lo que no dejaba de ser un grave quebranto para su economía y su desarrollo. En 1841, una tormenta terrible arrasaba la villa.
Sufrir quebrantos
Y así, poco a poco, la localidad iba sufriendo quebrantos, llegando a principios del siglo XX con algo más de 2.000 habitantes. En los años 60 del pasado siglo, volvió a su máximo demográfico histórico de 3.000 habitantes y, tras sufrir la implacable emigración de los 60-70-80, hoy viven en el pueblo unos 1.700 gateños, cien menos que a principios del siglo XXI.
El aceite de Gata tiene merecida fama y ya fue premiado en la Exposición de París del año 1900. Hoy sigue siendo una riqueza fundamental de la zona. También tiene importancia el turismo.
En el pueblo abren cuatro restaurantes, cinco casas rurales, una pensión, un cámping y unos apartamentos. Aunque recorriendo la villa y disfrutando de su paz y su entorno, uno tiene la sensación de que Gata, este pueblo situado al final de una carretera de montaña y abrazado mimosamente por la sierra, tiene un encanto y una magia que los extremeños aún no hemos descubierto.
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