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ANA BORNAY
Lunes, 30 de noviembre 2009, 20:02
Los niños no juegan ni corretean en la plaza de Toto Estirado y los adultos observan con lupa a los desconocidos que acceden a ella. Las familias de Los Colorines no reciben visitas y cualquier presencia inesperada causa recelo entre los vecinos. Estirado recuerda al patio de una cárcel. Una ratonera que asfixia, en la que la idea de huir parece una utopía.
Drogadictos. Exconvictos. Gente de mal vivir. Cualquier pacense conoce lo que se cuece en unas calles en las que no suben los autobuses ni los taxis. En las que las ambulancias sólo se atreven a acceder escoltadas por una patrulla de Policía.
Sin embargo, en estos bloques, completamente olvidados por la administración, se dan cita problemas sociales de lo más variopinto y tratan de salir adelante familias cuyo único pecado es ser demasiado humildes.
Juana Ruiz Franco tiene 46 años pero la amargura que se refleja en su rostro la hace aparentar bastantes más. Su desesperación no sorprende. Sola, sin trabajo, y con un hijo hiperactivo de nueve años, para esta mujer sería imposible subsistir sin la generosidad de su propia familia que, pese a su modestia, es una auténtica piña.
Cuando se separó, en el 2001, su hermana María, minusválida desde la cuna, les acogió en su modesto piso del Cerro de Reyes. Con ellos, llegaron a compartir hogar la madre de ambas, dos hijos, una hija, un yerno, dos nietos y dos sobrinas en régimen de acogimiento.
Ante tal hacinamiento, Juana solicitó vivienda a la Junta de Extremadura. No tenía trabajo y tuvo que pelear con el que fue su marido por una pensión para el hijo de ambos.
Cuando hace dos años le concedieron un piso en Los Colorines, no se mostró conforme, pero no tenía alternativas. Por eso aceptó. «Me dijeron que eso era lo que había». lamenta.
En su vivienda, como en tantas otras, no había agua corriente cuando llegó y sigue sin haberla. Tampoco había luz y no la hubo hasta que no pagó a Sevillana Endesa los 120 euros que debían los anteriores inquilinos.
Las escaleras de los bloques que rodean Estirado también están en penumbra. Los primeros habitantes desaparecieron sin liquidar sus deudas y la nueva comunidad tampoco se hace cargo.
Patricia Seda, sobrina de Juana, tiene sólo 21 años, una niña de dos y un pequeño de uno y sufre los mismos problemas que su tía.
El pasado mes de febrero, una funcionaria del SES certificó que su vivienda no reúne los requisitos necesarios para ser habitable. Pero los documentos no le han servido de nada. Con el informe de Sanidad bajo el brazo, hizo un viaje a Mérida. Pero aunque su residencia no cuenta con cédula de habitabilidad, desde la Junta de Extremadura no le dan alternativas.
Piso desvalijado
Después de su divorció, Juana Ruiz ha trabajado de cocinera y con mucho esfuerzo ha intentado hacer algo más habitable el piso que le tocó en desgracia. No obstante, frecuenta a su hermana con asiduidad, ya que necesariamente tienen que pasarse por el domicilio de María para comer y lavar la ropa. En el 3ºB del número 6 de Estirado es imposible hacerlo. También lo hace para ayudar a cuidar a su madre, con demencia senil. Esa fue la razón que la alejó durante 20 días de su vivienda, ocupada poco después. Fue María la que encontró a cuatro adultos y una niña en el interior de la casa de Juana. Consiguió echarlos, pero no pudo evitar que la desvalijaran.
Ropa, juguetes, cuadros, lamparas, la videoconsola del niño y hasta el calentador. Las pocas pertenencias de Juana han desaparecido o han quedado destrozadas.
De momento, ya le ha dicho a su hijo que este año los Reyes pasarán de largo.
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