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FERNANDO LOSADA
Miércoles, 30 de diciembre 2009, 01:03
DESDE la entrada en vigor del Tratado de Lisboa el pasado 1 de diciembre, la Unión Europea cuenta con nueva cabeza visible (sí, una más). En este caso se trata de la figura del presidente del Consejo, cargo que los Estados miembros han decidido atribuir al belga Van Rompuy, cuyos méritos en política interna no son pocos si de verdad consiguió desactivar el conflicto entre flamencos y valones. No cabe duda, pues, de su aptitud para atemperar ánimos exaltados, pero de sus ideas acerca del proceso de integración europea apenas se sabe nada. ¿Será ésa la razón de su nombramiento? A priori no parece que con su mandato pueda acelerar el débil pulso de un paciente aquejado de asfixia y falta de ideas. La construcción europea es víctima de unos líderes políticos sin proyecto y, por qué no decirlo también, de sus incoherencias (las de los políticos y las del proyecto). En cualquier caso, sí puede esperarse que con el trabajo de Van Rompuy se incremente la eficacia de la acción de la Unión y que con su mediación se alcancen algunos acuerdos de esos que en estos momentos resultan imposibles en el Consejo. Ante la falta de ideas, pragmatismo.
Pero aun siendo pragmático, en su tarea puede encontrarse con muchos escollos, algunos derivados de la persistencia de las presidencias rotatorias. En efecto, pese a incluir en el Tratado de Lisboa al presidente del Consejo, los Estados miembros, como siempre desconfiados, han decidido no dejar las riendas del proceso de integración en manos ajenas. De ahí que la presidencia rotatoria que durante seis meses ejerce un integrante de la UE siga existiendo en el nuevo régimen: los jefes de Estado y de Gobierno tienen esa querencia por lo intergubernamental que tanto realza sus figuras en el plano interno, pero que al tiempo dificulta sobremanera la acción común.
No es poco el aparato que conllevan estas presidencias. Además del pertinente despliegue administrativo e institucional (además de publicitario) que suponen, su carácter rotatorio exige cierta coordinación, a fin de dar continuidad a las políticas desarrolladas durante el semestre correspondiente a cada Estado. Si con tal razón antes se hablaba de 'troikas' (el presidente del Consejo acompañado por los presidentes del semestre anterior y posterior), ahora nos encontramos con 'tríos', que reúnen tres presidencias consecutivas. Así, este 1 de enero dará comienzo no sólo la presidencia española de la Unión, sino también el tercer trío, compuesto por España, Bélgica y Hungría.
¿Cuál será la relación del presidente de turno con el nuevo presidente del Consejo? Todavía está por determinar, pero como mínimo el Tratado de Lisboa nos saluda poniendo encima de la mesa un problema de cohabitación, cuando no de duplicidad, donde antes las cosas estaban medianamente claras. ¿Quién recibirá en mayo a Obama en Madrid, Van Rompuy o Zapatero? ¿Saldrán en la foto también Barroso y Ashton? ¿Resulta efectivo que en una cumbre UE-EE UU estén cuatro personas representando a una parte y una sola a la otra? Evidentemente, no incluimos a los representantes del trío en esa foto, ¿o tal vez deberíamos hacerlo? El asunto de la foto es una anécdota, pero al tiempo es un síntoma del mal que aqueja al enfermo: no sabe muy bien quién es, de ahí esa personalidad múltiple.
Así las cosas, ¿qué puede aportar la presidencia española a la Unión? Van Rompuy podrá contar con Zapatero para gestionar la aplicación del Tratado de Lisboa, cuya entrada en vigor ha supuesto una importante cantidad de cambios en el funcionamiento de la UE. Las negociaciones acerca de cómo se articularán los procedimientos de delegación legislativa y de ejecución por parte de la Comisión -asuntos determinantes para el funcionamiento diario del proceso de adopción de decisiones comunitario- ya han comenzado. Tal vez España pueda ayudar a encontrar soluciones que contenten a las partes sin que el todo se resienta, aunque ésa no haya sido la política habitual de Zapatero en las negociaciones en las que se ha involucrado en el plano interno, en las que se conformaba con satisfacer la primera parte de la premisa. En Europa, la segunda (la más importante) será cosa de Van Rompuy.
Pero la cuestión de mayor calado a la que se debe enfrentar la presidencia española es la de la reactivación de la economía. Ahora que los efectos de la crisis empiezan a remitir en buena parte de Europa, parece que todo aquello de cambiar el modelo productivo se queda, una vez más, en mera palabrería. La estrategia de Lisboa, que pretendía hacer de la Unión el área más competitiva del mundo en 2010, ha resultado un estrepitoso fracaso, de modo que poco puede hacernos pensar que su revisión con la vista puesta en 2020 cambiará las cosas si no se acompaña de medidas reales. Y en principio no parece que España pueda predicar con el ejemplo o aportar una experiencia positiva al respecto. El modelo productivo español, pese a lo que se anuncia, se mantiene firmemente afianzado en los sectores productivos en los que se fraguó nuestra (efímera) pujanza y no se advierte esfuerzo alguno por variar esa tendencia: los presupuestos en investigación y desarrollo (siempre una inversión, nunca un gasto) se han recortado drásticamente en lugar de incrementarse y nuestro limitado nivel educativo no augura un gran futuro a las nuevas generaciones.
Visto el panorama, tal vez contar con un presidente del Consejo que apriete las tuercas a los presidentes nacionales no sea tan mala idea. Ahora sólo nos queda conseguir que seamos los ciudadanos quienes lo elijamos.
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