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Manuel M. Núñez
Domingo, 5 de octubre 2014, 08:45
En la lista de las 50 calles más pobladas de Cáceres que cada año elabora el servicio de estadística municipal, Sanguino Michel ocupa el puesto número 12. Casi un millar de personas (774 exactamente) tiene censadas en esa vía el Consistorio. Es una de las más populares de la ciudad. Conecta el centro urbano (Gil Cordero) con la barriada del Perú y llega hasta la avenida de Alemania. En ese punto de la capital cacereña han encontrado un techo bajo el que cobijarse por las noches tres personas.
Han habilitado un pequeño espacio de unos 10 metros cuadrados en una parcela sin edificar situada en las traseras del edificio Alcoresa. Allí pasaron, como pudieron, la tormenta del día 16 Miguel y Ana (nombres ficticios por expreso deseo de la pareja). Cayeron 38,4 litros por metro cuadrado, pero el tejado de la chabola en la que llevan viviendo desde febrero resistió. Saben que les espera un invierno duro. Sin empleo, sin recursos, sin ayuda, su único deseo es que les dejen seguir allí. Por ahora, la complicidad de los vecinos, que les ayudan, y la vista gorda de la Administración les permite sobrevivir en lo único parecido a una casa que han podido encontrar. Eso sí, en pleno centro.
Caen chuzos de punta a media mañana del martes. Miguel, de 35 años, y Ana, de 39, se refugian entre cartones y latas. Son de Otelu Rosu (unos 11.000 habitantes, al oeste de Rumanía) aunque aseguran llevar ya ocho años en España. El marido era tornero en una fábrica hasta que cerró. Luego estuvo cinco años y medio trabajando en invernaderos en Motril. La mujer se ganaba la vida como vendedora, afirma. Luego vino una historia muy conocida en miles de hogares españoles. La crisis, el desempleo, la ausencia de oportunidades, la calle.
Llegaron a principios de año a la chabola que se levanta a la espalda del viejo Wok. En realidad, las señales de vida que hay allí son escasas. Apenas se dejan ver. La ropa tendida y las garrafas que a veces aparecen en el techo de la caseta metálica son algunas de las pocas evidencias de que allí hay alguien. «Estamos aquí porque no podemos estar en otro sitio. No nos metemos con nadie. No arrojamos basura, no hacemos fuegos, ni ruido», relata Miguel en un castellano casi perfecto, con acento.
Cuentan que la Policía Local y la Nacional ya han estado allí. «Nos ha pedido la documentación, pero nos dice que mientras no haya denuncias o problemas podemos estar. Si nos echan no tenemos dónde ir. Sería un sueño encontrar trabajo y una habitación», prosiguen.
Los dos calzan zapatillas de andar por casa. Él viste con una sudadera verde, ella un chándal. No quieren fotos pero cuentan con detalle las dificultades en las que se desenvuelve su día a día. Y muestran su 'casa' por dentro con una hospitalidad inusual. «No tenemos quejas de los vecinos. Al contrario. Nos ayudan. Nos traen comida», sugiere la pareja. El interior de la chabola ofrece una imagen muy distinta que cuando llegaron. «Vivíamos en la calle. Dormíamos en un cajero y Cruz Roja nos traía algo caliente cada noche. Nos hablaron de este sitio y nos vinimos. Lo hemos arreglado con lo que hemos encontrado en la basura. Camas, armarios... todo».
La estancia se divide en dos. El suelo está repleto de trozos de madera. Hay cartones, metal, varias garrafas y un hornillo. El tercer inquilino no está. Se gana la vida como ellos, pidiendo en la calle, arañando lo que pueden en los contenedores. O acudiendo a la parroquia en busca de ayuda. Ayer fue la última vez. «Su madre murió hace tres meses, pero ni siquiera pudo ir al entierro a Rumanía. No tenía dinero», apunta el matrimonio, temeroso por su futuro.
«Estuvimos en verano en el norte. Dejé unos mil currículos y no me llamó nadie. Cuando volvimos nos habían robado», lamenta Miguel. Sin luz, sin agua, sin recursos, la vida es una aventura diaria para ellos. Tienen un hijo de 16 años en su país y mantienen la ilusión por reencontrarse pronto. Lo más inmediato es el invierno que viene. «Solo pedimos vivir tranquilos y algo que comer», añade Ana mientras muestra el interior de la caseta.
Es una versión moderna del viejo Carrucho, el Junquillo o Aldea Moret, últimos reductos del chabolismo cacereño. Esta vez sucede en plena crisis y en pleno centro.
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