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En noviembre, cada año, llevo a mis alumnos a comer churros. No es una fiesta, sino una práctica de escritura. Vamos a la churrería de San Blas, nos sentamos en una mesa, pedimos unas porras y unas tazas de chocolate calentito y nos dedicamos a desayunar y a observar.
Esa churrería, como cualquier otra de Cáceres, es un enjambre social a la hora que llegamos, las nueve de la mañana. Se ven turistas que acuden desde el cercano parking de autocaravanas, se ven estudiantes y profesores del instituto cercano, funcionarios, electricistas, matrimonios mayores y parejas jóvenes, grupos de chicas y grupos de amigos. Además, como solemos ir los miércoles, la cercanía del mercadillo acaba de convertir el local en un microcosmos del Cáceres auténtico que desayuna en la calle y a lo grande, esa costumbre tan española en la que los extremeños somos los mejores.
Mis alumnos se ponen a tomar nota y acaban desbordados ante tanto impacto visual, ante tanto resorte creativo. Imaginar las vidas de los demás es siempre un entretenimiento, hacerlo como trabajo escolar se convierte en una locura porque en la churrería, las ideas y los impulsos literarios llegan desde todos los lados. La imagen, además, es muy curiosa: un grupo de jóvenes con un churro en la mano y un bolígrafo en la otra, con una taza de chocolate a un lado y un cuaderno al otro, dejando el churro un momento para llenar de grasa el teléfono móvil al hacer fotografías que recuerden cada imagen y desbloqueen, cuando haya que escribir, el terror al folio en blanco.
Esta clase churrera tiene, además, un elemento añadido que acaba de convertirla en una fuente de ideas y conflictos sobre los que escribir. Se trata de la cesta de Navidad que la churrería de San Blas sortea cada 6 de enero. La primera vez que fuimos a hacer el trabajo de campo, hace de eso cinco o seis años, la cesta se exponía en la cristalera del local y tenía la guinda de una moto, además de todo tipo de alimentos, bebidas, electrodomésticos y juguetes. Al año siguiente, la moto era de más cilindrada y, con el paso de los años, cada desayuno literario de noviembre se convertía en un asombro porque a la cesta se sumaban un coche, más motos, otro coche y todo lo que uno pueda soñar.
Ni qué decir tiene que la cesta protagonizaba muchos de los textos que escribían mis alumnos, pues bien fácil es imaginar las disputas de un grupo de amigos que juegan una papeleta conjunta o esa pareja que compra la papeleta, rompen en Navidad por una disputa con un cuñado y luego a ver quién se lleva el coche y a quién le toca el dron. La cesta, en fin, se convirtió en un motivo navideño tan inspirador que cada noviembre, mientras los columnistas costumbristas madrileños escribían, escriben y escribirán sobre las castañeras, servidor siente la inspiración del otoño en forma de macrocesta de Navidad.
Desde el año pasado, la cesta de San Blas ha roto moldes: como no cabe en la churrería, sus impulsores, la familia Canalo, han alquilado el local contiguo y muestran allí todas las tentaciones imaginables. El escaparate se ha convertido en lugar de peregrinaje cacereño y este año, por primera vez, había tanta gente en la barra comprando papeletas como comprando churros.
La novedad de la cesta de 2017-18 no es el Audi rojo y grandote ni el coche pequeño, urbano y bonito, tampoco su imponente Harley Davidson negra, ni la colección de joyas de Tous, ni el romántico crucero para dos personas, ni los 12 carros de 150 euros de Carrefour. La novedad es un cheque de 12.000 euros para poder pagar a Hacienda los impuestos que traerá consigo el aumento de patrimonio del agraciado. Como decían mis alumnos, es mejor esta cesta que un premio gordo de la lotería porque si te toca no tienes que pensar en qué gastarte la pasta. Aunque el conflicto de sus textos de este año creo que va a ser cómo quedarse con los 12.000 euros del cheque sin que se entere Hacienda.
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