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pablo martínez zarracina
Sábado, 17 de mayo 2014, 08:25
En Vértigo el policía interpretado por James Stewart recibía el encargo de vigilar a la mujer de un viejo amigo. En Los hemisferios es Gabriel, un periodista cultural parisino de mediana edad, quien recibe el encargo de vigilar a la mujer de su antiguo camarada Hubert. «No es recomendable que esté sola, pero tampoco puedo dejarla con las compañías habituales», le explicará Hubert, un documentalista de vanguardia, tras reaparecer después de muchos años en la vida de Gabriel.
Los dos hombres fueron amigos inseparables en los tiempos de la universidad. La suya fue una relación basada en la pasión por el cine y el descubrimiento. Se distanciaron tras sufrir un accidente de tráfico en Ibiza, durante una aventura etílica, en el que murió una mujer misteriosa. El narrador se refiere a ella como La Primera Mujer, ya que en la autopsia se descubrió que no tenía ombligo. En aquel viaje con final trágico los dos amigos llevaban por equipaje quince gramos de una sustancia llamada danteína y una edición de Rayuela, la novela de Cortázar.
La primera parte de Los hemisferios se titula La novela de Gabriel y viene a ser un febril thriller simbólico. Las referencias a Vértigo y Rayuela no son casuales nada lo es en una novela que tiene mucho de mecanismo y juego de espejos y la narración termina siendo una conseguida intriga de fantasmas en el París de la aceleración sintética y las banlieues en llamas. Contiene esta primera parte escenas conseguidísimas, como la inicial de la fiesta animal. Es un pasaje pesadillesco y reconocible («una materia turbia ha comenzado a trepar por el humo y de pronto la fiesta se parece cada vez más a la fiebre») que logra poner al lector de parte de Cuenca Sandoval. A partir de estas páginas, la calidad de su escritura servirá como aval para su propuesta.
El crédito será importante porque en la segunda parte de la novela la apuesta se complica y se dispara. Si La novela de Gabriel es una persecución, La novela de María Levi es un descenso a un lugar borroso relacionado con el misterio. Si en la primera parte el modelo es Vértigo, en la segunda es nada menos que Ordet, el clásico de Dreyer en el que asistimos a la presunta resurrección de una mujer. Incluso el paisaje cambia decisivamente. El reconocible París deja paso a lugares metafóricos, como una isla nórdica o el centro de la Tierra. Sucede cuando los protagonistas descienden a un volcán en un viaje de implicaciones órficas: «El volcán es la puerta del infierno y la amenaza de un apocalipsis inminente, por eso es preciso apaciguar su ira mediante sacrificios humanos».
Más que como exactos reflejos, las dos partes de la novela funcionan como versiones paralelas relacionadas entre sí. Los protagonistas son los mismos, aunque no de un modo exacto. El efecto es interesante, como si nos enfrentásemos en un espejo y apareciese la imagen de alguien muy bien caracterizado, alguien casi idéntico a nosotros, pero que no somos nosotros. En ese aspecto de extrañamiento, Los hemisferios es un libro rico y complejo, por momentos brillante, que sin embargo corre el riesgo de un cierto solipsismo autorreferencial y sobrepasa en ocasiones algunos límites de verosimilitud. También se echa de menos alguna porción de ligereza. Estamos ante un texto que se toma a sí mismo extraordinariamente en serio. Pero también ante uno sólido y personal, llamado a ocupar un lugar destacado entre la nueva narrativa española del momento.
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