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josé luis garcía martín
Viernes, 16 de diciembre 2016, 20:27
En 1929, Curzio Malaparte, director de La Stampa, uno los diarios más prestigiosos de la Italia fascista, pasó unas semanas en la Unión Soviética, país que entonces fascinaba a los intelectuales y también, extrañamente, a Mussolini. Las crónicas que envió desde se reunieron en el libro Inteligencia de Lenin y la experiencia rusa le serviría para algunas de sus más destacadas obras, como Técnica del golpe de Estado o El Volga nace en Europa.
No contento con ello, mucho tiempo después, quiso continuar el éxito de Kaput y de La piel, con Baile en el Kremlin, novela-reportaje que volvía sobre el filón de aquellas al parecer inagotables experiencias moscovitas.
Aunque en 1948 firmó un sustancioso contrato con Gallimard, aunque trabajó en él durante años, Curzio Malaparte no fue capaz de concluir Baile en el Kremlin. Su intención era convertirse nada menos que en el Marcel Proust de la nueva sociedad creada tras la revolución soviética. En su opinión, había dado lugar, como en el caso de la revolución francesa, a una nueva aristocracia, con Stalin ocupando el papel de Bonaparte. Otros de los títulos que barajó para la nueva novela eran Du côté de chez Stalin o Las princesas de Moscú.
Lo que queda de aquel empeño un prólogo y cinco capítulos constituye la primera parte de Baile en el Kremlin y otras historias, un volumen heterogéneo que necesitaría algunas precisiones más que las que ofrece Enrico Falqui en el desganado epílogo.
¿Lo que queda? La edición italiana de Il ballo al Kremlino, publicada en 2012 al cuidado de Raffaella Rodondi, lleva el subtítulo de Materiale per un romanzo y ocupa más de cuatrocientas páginas; la española, no llega a las cien.
Insiste Malaparte como en Kaput, como en La piel en la veracidad de sus imaginaciones: «En esta novela, que es un fiel retrato de la nobleza marxista de la Unión Soviética, de la haute société comunista de Moscú, todo es real: las personas, los hechos, las cosas, los lugares. Los personajes no son hijos de la fantasía del autor, sino que están retratados del natural y tienen su propio nombre, su propio rostro, sus propias palabras, sus propios gestos».
Pero los biógrafos de Malaparte, el más reciente Maurizio Serra, han demostrado que el escritor no llegó a conocer personalmente a algunos de los más destacados personajes de su libro, que no siempre estuvo donde dice que estuvo, que buena parte de lo que cuenta como experiencia personal son experiencias que le ocurrieron a otros.
Curzio Malaparte fue un brillante mixtificador, capaz de ser fascista y antifascista, comunista y anticomunista, según conviniera en cada momento. Se inventó un personaje en sus libros, casi siempre de apariencia autobiográfica, y fuera de los libros.
Baile en el Kremlin estaba condenado al fracaso. Proust convivió toda su vidaera uno de ellos con la sociedad que retrata En busca del tiempo perdido; Malaparte estuvo en Rusia poco más de un mes y aunque su capacidad para convertir un gramo de experiencia en un kilogramo de literatura resultaba proverbial no fue capaz de superar el titánico empeño que se había propuesto.
Una tragedia italiana, también incluida en este volumen, representa otro de sus fracasos. Se trata de una novela que comenzó a publicarse por entregas a lo largo de 1939 y que quedó incompleta. En este caso se trataba de hacer un análisis de la nueva sociedad creada por el fascismo y el modelo de Proust Malaparte siempre aspiró a emularle, como luego Truman Capote se entremezcla con ciertas técnicas propias de la novela intelectual, a lo Aldous Huxley, y de la novela policial.
En el resto del volumen alternan los cuentos, como Los cazadores de moscas, con fragmentos sin demasiado sentido y quizá prescindibles (su lugar más adecuado sería el apéndice de algún estudio sobre el autor). El ídolo se inicia como un convencional relato realista sobre un oficial y una veintena de soldados que, en el verano de 1943, han de defender la costa calabresa de un desembarco inglés; poco a poco se va convirtiendo en una parábola sobre el absurdo y el sinsentido del régimen mussoliniano.
Comienza Baile en el Kremlin con una suntuosa recepción en la embajada inglesa de Moscú; termina con unas desoladas páginas autobiográficas: «Mi madre había muerto hacía poco y yo, siguiendo sus deseos, había decidido no regresar a París. Me encerré en mi casa de Massullo, en Capri, y traté de escribir, de trabajar, de acabar el libro que había empezado en Jouy-en-Josas». Lo que queda de ese libro que no fue capaz de escribir («Pero algo se había quebrado en mí, algo se había apagado en mi cabeza»), junto a los restos, a veces deslumbrantes como las dos páginas dedicadas a Nápoles en La muerte en Capri, de otros fracasos, es lo que podemos leer en este volumen, tan descortésmente editado (un ejemplo de lo que André Schiffrin llamó «la edición sin editores»).
Se trata de una recopilación que quizá solo tiene sentido traducir, cuando estén accesibles para el lector español las principales obras de Curzio Malaparte, como una una propina para sus admiradores más fieles.
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