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J. R. Alonso de la Torre
Jueves, 1 de mayo 2014, 09:11
Tengo el teléfono en el taller desde hace 15 días y me he convertido en otra persona. Hoy he ido a recogerlo y no me lo habían arreglado porque no había desactivado no sé qué funciones que solo puedo hacer con mi contraseña secreta. La dependienta ha hecho un amago de solidarizarse conmigo, pero la he sorprendido manifestándole mi alegría. ¡Eureka, otros 15 días sin móvil!
Ahora tengo uno de segunda mano que me ha costado nueve euros y no tiene ninguna función, no digo ya 'wasap' o correo, es que ni tan siquiera tiene agenda. Solo puedes hablar y mandar mensajes. Al principio es incómodo y crees que el mundo puede acabarse de un momento a otro, pero poco a poco vas recuperando sensaciones de antaño, expresión que se utiliza mucho para bautizar bares castizos y tiendas de charcutería fina, pero que en el mundo telefónico quiere decir que recuperas emociones y sentimientos que creías perdidos.
Por ejemplo, suena el 'riiiing', porque mi móvil de ocasión solo tiene 'riiiing', ni melodías ni 'caralladas', y no sabes quién te llama. Descuelgas con intriga, a ciegas, dices diga con suspense y tu interlocutor se queda sorprendido al no escuchar su nombre. Eso lo obliga a ser comedido, a ganarse tu cariño porque cree que estás enfadado al no responderle con un eufórico y cómplice: «¿Qué pasa, Mariano, chaval?». Además, la incógnita evita que hagas tonterías tales como saludar con un: «Dígamelo». Con un teléfono de los de antes dejas enseguida de ser un «enrollao» y ya se sabe que eso es una de las peores cosas que se pueden ser en esta vida: «enrollao».
Después está el tema del 'wasap'. Sin este correo instantáneo, la vida tiene otro sabor. Te sientas en una terraza y redescubres que antes eras más feliz en los bares porque te dedicabas a admirar a quien pasaba, a entretenerte con el tráfico, a dejarte llevar por la cadencia de un trino, por el vaivén de una falda, por la ternura de una anciana apoyada en su andador. Vuelves a dejarte llevar por la vida que pasa mientras tus compañeros de mesa se dejan llevar por una sinfonía de pitidos, mensajes y fotos, o sea, por la vida que 'wasa'.
Para ellos, se está bien porque su aplicación Meteo dice que hace 25 grados. Tú estás bien sin necesidad de que ninguna aplicación te lo ordene, simplemente estás bien. Ellos quieren pedir las tapas pasando el teléfono por un recuadro de manchas blancas y negras que les muestra la carta con fotos. Tú prefieres ir a la barra y escoger a ojo. Y luego se extrañan de que tu pincho de morcilla sea generoso y lleve patatas y sus rejos, que relucían en el móvil junto a una guarnición exótica, languidezcan en el plato secos, solos y refritos.
Y si sales de ruta, que es como se llama ahora lo de dar un paseo, los del móvil no se emocionan con el paisaje, fotografían el paisaje. Para ellos, lo apasionante no es dejarse llevar por el espejeo de las charcas floridas, sino enorgullecerse de su charca atrapada por su teléfono y convertida, gracias a mil filtros, en un mar de púrpura, que vas al embalse de Cedillo de excursión y parece que vuelves del mar Rojo.
Ante mí tengo 15 días de vida distinta, es decir, de mi vida de antes, la de siempre, aquel tiempo en que los teléfonos eran para hablar, los paseos eran para pasear y los bares eran para charlar. Pero reconozco que dentro de dos semanas no tendré arrestos para ser coherente. Recogeré en la tienda mi teléfono moderno, con su 'wasap' y sus cosas, y volveré a las andadas, colaborando así en el desarrollo de la especie humana hasta lograr un 'wasamundo' ideal en el que lo importante no sea el coeficiente intelectual, sino la destreza pulgar.
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