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J. R. Alonso de la Torre
Martes, 13 de mayo 2014, 08:18
Entre el Womad y Los Palomos, esto parece New York o Berlín, pero no, no nos engañemos, seguimos siendo Badayork y Catovilandia. Estos diez días solo son un paréntesis festivo y razonablemente loco cuyo encanto reside precisamente en eso, en su carácter de paréntesis, de excepción, de rareza. Aquí, lo normal sigue siendo ironizar sobre los palomos cojos y los perroflautas, que son bienvenidos como una excentricidad carnavalera que nos permite disfrazarnos y parecer de otra manera, siguiendo así, al pie de la letra, el primer mandamiento antropológico de todas las fiestas: ser diferente a lo que eres el resto del año, ya sea disfrazado de womero, palomo, carantoña, jurramacho o escopetero.
Hasta hace unos años, el Womad era un calvario político y social que comenzaba en enero y acababa en mayo de cualquier manera. Durante tres meses, las dudas sobre su realización eran una constante que alimentaba de titulares los periódicos. Los políticos del PP y del PSOE no tenían claro que debiera realizarse y una mayoría de cacereños veía con escepticismo ese festival en el que se producía lo peor que puede suceder en provincias: "Es que bajas a la Plaza y no conoces a nadie".
El Womad era tan imprevisible y, a la vez, tan detestado por una parte importante de la ciudadanía, que podía hasta quitar y poner alcaldes. Hubo incluso un intento serio de cambiarlo por un festival independiente y público, que, por cierto, fue un fracaso. Solo ahora, por primera vez, el Womad ha firmado un contrato por dos años con Cáceres, lo que otorga al festival una estabilidad desconocida que ha llevado a Dania Dévora a hacerle la ola a Trinidad Nogales, Consejera de Educación y Cultura, y a manifestarle su veneración en público durante la presentación del festival en el Gran Teatro.
Al mismo tiempo, aquellos palomos, que nutrían de chistes las tertulias de café y caña, se convertían en protagonistas, también venerados, de una fiesta que singulariza Badajoz en el resto de España bastante más que los carnavales (los palomos no compiten con Cádiz ni Tenerife). Este año, aunque no se firme nada por dos años, el presupuesto público para esa fiesta aumenta bastante.
¿A qué viene esta apuesta pública del poder por la desinhibición, la multiculturalidad y la libertad sexual cuando menos sobre el papel? La razón es sencilla: buen olfato político. En Cáceres se ha descubierto que esa fiesta con marca propia, con la que sueñan todos los municipios para hacer su agosto económico, ya estaba ahí, funcionaba, se llama Womad y es una inyección de dinero bastante menos cara y arriesgada que un campeonato del mundo de Moto GP o de Fórmula 1. Y Los Palomos ha sido el mejor ejemplo de cintura política de los últimos años en Extremadura: lo que fue un caso claro de bizarrismo castizo se ha convertido en el paradigma de la mentalidad abierta. Eso sí, con la ventaja sobre Cáceres de que la fiesta de Los Palomos llegó cuando ya todos los municipios de España andaban a la caza y captura de una fiesta original capaz de atraer 20.000 personas y, cuando menos, 2 millones de euros de beneficio.
Y en esas andamos, disfrutando de esta semana loca en la que acabamos creyéndonos que esto es Manhattan o la Puerta de Brandenburgo, bailando, bebiendo, amando, soñando... liberándonos. El lunes que viene, la realidad nos golpeará con toda su crudeza provinciana, caeremos en la cuenta de que esto sigue siendo la Alcazaba y la Plaza Mayor, de que el Womad y Los Palomos tienen una base cultural y de vanguardia, pero para la mayoría solo son dos macrobotellones con coartada, o sea, dos fiestas modernas.
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