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Un portero manco
UN PAÍS QUE NUNCA SE ACABA

Un portero manco

El Mundial era una desgracia que sucedía cada cuatro veranos

J. R. ALONSO DE LA TORRE

Lunes, 16 de junio 2014, 07:44

Antes, el Mundial era una desgracia que sucedía en verano. Cada cuatro años, tocaba desilusionarse otra vez y buscar culpables para espantar aquella sensación cuatrienal tan amarga. Un verano culpabas a Cardeñosa, otro verano señalabas a Tassotti por dar un codazo a Luis Enrique. En fin, pamplinas.

En mis años dorados de futbolista, se celebraron los últimos dos mundiales (México 1970 y Alemania 1974) en los que España no se clasificó para la fase final. Eso tenía la ventaja de que nos dejaba más tiempo libre para jugar al fútbol en los secarrales de El Rodeo, con las piedras señalando las porterías y los fichajes hechos con el democrático método de jugárselo a pies.

Yo era tan malo que no solo me escogían el último, sino que siempre me ponían de portero. Si ser portero en El Rodeo era una humillación, ser portero manco debiera haberme traumatizado sin remedio, pero mis compañeros de equipo sabían vendérmelo muy bien y yo no rechistaba porque siempre he sido muy crédulo cuando me interesa. «Te ponemos de portero para desmoralizar a los contrarios. Pensarán: Si ponen un portero con una mano, es que el resto del equipo es muy bueno», me decían mientras yo me acercaba a las piedras de mi derecha para cubrir mejor mi lado malo.

Con dedicación y optimismo, conseguí mejorar mi rendimiento como jugador de campo y ascendí: me convertí en secante, en defensa secante. Mi cometido era tan sencillo como obsesivo: debía pegarme a la estrella del equipo contrario, seguirlo por todo el campo y secarlo, que no tocara balón ni hiciera jugada.

Me apliqué a ser secante con determinación. A fuerza de correr siguiendo a los buenos, acabé teniendo una forma física impresionante. Pero un verano, cuando ya era un secante cotizado al que fichaban los capitanes en tercera o cuarta ronda del draft, o sea, del juego de echárnoslo a pies, decidí colgar las botas. Empezaba a ser mayor, me había echado novia y España se había clasificado, por fin, para una fase final, la del mundial de Argentina. Así que cambié los partidos de El Rodeo por el Mundial en los bares y no me arrepiento porque, gracias a esa decisión, tuve un minuto de gloria universal que nunca hubiera alcanzado como secante.

Sucedió durante el Mundial de España de 1982. En el de Argentina del 78, nos habían eliminado en la primera fase. En el de España, llegamos a la segunda y ahí nos estrellamos. Alcanzaron la final Italia y Alemania. El día antes del partido definitivo, yo estaba en Madrid y me acerqué a ver si pillaba alguna entrada. Quedaban las más baratas y conseguí una por 800 pesetas. Era por la mañana y, tras comprar el billete, me di una vuelta por el perímetro del Santiago Bernabéu.

Oí unos discursos y me asomé tras una puerta enrejada. Abajo, en una especie de patio, se celebraba un homenaje a Santiago Bernabéu y estaba hablando João Havelange, presidente de la FIFA. Al apoyarme en la puerta, cedió y dejó el espacio justo para mi cuerpo. Me colé y accedí al estadio.

Estaba entrenando la selección italiana y me senté en la grada, cerca del césped, por la zona donde esperaba un centenar de periodistas. El caso es que acabó el entrenamiento y los reporteros llamaron a voces a Enzo Bearzot, el entrenador italiano, para que hiciera unas declaraciones. El míster despidió a sus jugadores, subió a la grada y, ¡madre mía!, se sentó, por puro azar, junto a mí.

Al instante, me entregaron un libro de la Federación Italiana y me vi rodeado por decenas de cámaras y grabadoras. Un periodista de la televisión alemana me tendió su micrófono y yo lo sostuve ante la boca de Bearzot. Así aparecí en las televisiones de todo el mundo: junto a Enzo Berarzot, recogiendo para la televisión alemana sus declaraciones previas a la final del mundial 82, que ganó.

Supongo que fue en ese momento cuando entendí que ni como portero manco ni como defensa secante tenía futuro y me aficioné a recoger declaraciones.

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