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J. R. Alonso de la Torre
Miércoles, 18 de junio 2014, 08:03
Hacerse pasar por tonto es útil. Nuestro interlocutor se relaja y podemos utilizar su descuido en nuestro beneficio. A los extremeños se nos da bien esa táctica. Como, en general, no somos soberbios ni vamos de nada, adoptamos poses de humildad y los de enfrente se crecen. Sobre todo, los entendidos.
El mundo está lleno de ese tipo de personas que creen saberlo todo. Parece inaudito, pero recientemente he visto a ignorantes dar consejos sobre olivos a un agricultor y he asistido a lecciones magistrales sobre albañilería impartidas por un mequetrefe a un maestro de obra. En ambos casos, el olivarero y el albañil eran extremeños y callaban porque, además de sabios, eran prudentes.
En cuestiones gastronómicas, los entendidos son legión y apabullan de lo lindo. Presumen de saber de vino, de marisco o de vichysoisse. Da lo mismo el producto, el caso es presumir y soltar con mucha prosapia frases que parecen más cercanas a las nuevas religiones que a la nueva cocina: «A ese vino le falta espíritu. Esa centolla está vacía. La vichysoisse adolece de desequilibrio.». En estos casos, nos paraliza tanta sabiduría y procuramos callar y dejar que el entendido sentencie y disfrute de su triunfo.
Hemos aprendido, siglo a siglo, a hacernos los tontos, pero eso no quiere decir que seamos tontos. En cierta ocasión, un gran alcalde de Santiago de Compostela, que había cambiado completamente la ciudad, nos invitó a comer a un grupo de articulistas de periódico. Aquel mandatario era buen político, era culto y era inteligente, pero le faltaba un punto de prudencia y le sobraban dos puntos de pedantería.
La comida empezó con un plato de jamón, producto que no es la especialidad de Galicia, un país donde la ternera, los grelos, el marisco, el vino blanco o el pescado son formidables, pero el jamón, no, aunque el serrano rellene muy bien los bocadillos en los bares de carretera de A Cañiza y el asado sea una delicia galaica sin parangón.
El caso es que aquel alcalde aseguró taxativo que el jamón que estábamos comiendo era de Jabugo. Yo, prudente como buen extremeño jugando fuera de casa, callé. Pero a la tercera alabanza municipal a aquellas lonchas de Jabugo, no pude pasar más por tonto y me dejé llevar por el primer golpe de sabor que aquel jamón me había dejado en el paladar. Era un golpe conocido, infantil, familiar, era el mismo retrogusto, por decirlo finamente, que me regalaban cada tarde los jamones que curaba mi madre en Ceclavín.
Y no pude callar. Se me escapó un hilito de voz: «Este jamón es extremeño». Y el alcalde, que atrapó el hilito, sonrió displicente y me afeó el chauvinismo. Yo musité un perdón contrito y lamenté no haber seguido pasando por tonto. El alcalde, crecido y dispuesto a rematar la faena, llamó al camarero y le pidió que trajera el jamón que nos estábamos comiendo. Nunca lo hubiera hecho: en su etiqueta, en letras bien grandes, se anunciaba que aquel jamón se había curado en Montánchez.
Aunque quedé como gran triunfador de la noche, me convertí en un mitológico catador de jamones ibérticos y en el mundillo de la prensa compostelana aún se recuerda la anécdota, yo sigo pensando que hubiera estado más guapo calladito porque aquel alcalde me odió para los restos y no me gusta tener enemigos por listo cuando te quieren mucho más pasando por tonto.
Como buen extremeño, soy experto en cuatro productos: el jamón, el gazpacho, las cerezas y las perrunillas. En lo demás, ni idea, pero en esas cuatro delicias me considero capaz de sentar cátedra. Distingo el ibérico de verdad, calibro con finura el de poleo, el de tomate y hasta el de hígado que me pone mi suegra, no me engañan con picotas que no lo son y sé perfectamente cuándo una perrunilla es auténtica y antigua y cuándo se trata de mera pasta sin emoción. Pero aunque distinga, calibre, acierte y sepa, jamás lo desvelaré y pasaré eternamente por tonto. Así nos va.
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