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Centro de Artes Visuales Helga de Alvear, un lugar silencioso donde admirar la belleza.
"Hablen más bajito"

"Hablen más bajito"

Los estudiantes extremeños coleccionan riñas de museos europeos

J. R. Alonso de la Torre

Martes, 24 de junio 2014, 08:05

Los extremeños, en general, solemos hablar a voces en todos los sitios salvo en las iglesias. El otro día fui con un grupo de jóvenes al centro de arte Helga de Alvear de Cáceres y, antes de llegar al primer piso, ya me estaba pidiendo una de las vigilantes que habláramos más bajito. Mi primera reacción fue la lógica (e ilógica) en estos casos: molestarme. Pero antes de iniciar ninguna protesta, me callé un momento y comprobé cómo, en efecto, el silencio que reina en este museo acababa de ser destrozado por mis jóvenes acompañantes de entre 20 y 25 años.

Solo en las iglesias somos capaces de moderar nuestra voz. Fuera de ellas, somos expertos en guirigáis y los montamos con pasmosa facilidad en los bares llenos y en los hoteles vacíos, en la tienda y en el aula, en la piscina y en el tren, en el ambigú del teatro y hasta en las rutas senderistas de fin de semana. Y no acabamos de asimilar que los museos son los templos de la modernidad, lugares donde se entra con devoción y se admira con voz queda. Pero nada, si no manifestamos nuestras impresiones y sentimientos a voces, no estamos a gusto.

Los asiduos a los museos suelen coleccionar postales, pins, chapas, imanes de nevera, marcadores de libro... Yo colecciono riñas. Me han regañado por dar voces en los mejores museos de Europa. Atesoro parisinos avisos de silencio del museo dOrsay y del Louvre, me han chistado enérgicamente en Amsterdam, tanto en el Rijksmuseum como en el de Van Gogh, e incluso me pidieron moderación en el Voldenpark, el parque más grande y famoso de Amsterdam, porque mis jóvenes turistas se habían arrancado con ese canto tan bello y racial de «Los hermanos Pinzones eran unos...». En España, el Reina Sofía, el Prado y el Thyssen figuran en mi colección. Me faltaba una riña de museo extremeño, pero ya la tengo: la del Helga de Alvear.

En mi descargo, he de decir que en todos estos casos iba acompañado por jóvenes extremeños, en excursión cultural, que si no vociferaban ante la Ronda de Noche o la Mona Lisa no parecían felices.

Cuestión aparte es la vergüenza que pasas cuando uno de tus alumnos deja claro que él pintaría el Guernica en un par de horas y un Miró en dos minutos para, a continuación, despachar toda la obra de Picasso con tres voces de desprecio y chulería: «¡Vaya chorrada, tío!»

En esos casos, el público, que admira los cuadros en silencio y con pose adusta e interesante, siempre mira al profesor responsable componiendo un rictus de escandalizada incomodidad que lo señala y culpabiliza. «Nos molestan sus alumnos y la culpa es de usted por no enseñarles las claves del arte moderno, so inútil», parecen decirte sin hablar, que es como se dicen las cosas en los museos, no a voces.

Los estudiantes, en principio, se sorprenden ante la riña o el aviso y callan algo avergonzados, pero enseguida se amparan en el gregarismo para salir a flote y culpan a la sargenta, sota o bicho de la vigilante por ser tan exigente. En el extranjero, responder con un ¡menuda sargenta! a la riña de una guardiana holandesa no provoca mayores incidentes. Salvo en una ocasión, que en la casa de Ana Frank una señora guardesa nos pidió templanza, la llamaron tiquis miquis, nos entendió porque su madre era de Córdoba y amenazó con echarnos. Menos mal que le dio la risa y nos salvamos.

Donde sí que me devolvieron el dinero y me enseñaron la puerta fue en un hotel de los alrededores de París. Aunque aquello no fue por culpa de las voces, sino de un macrobotellón en las habitaciones y hoy solo quería hablarles de las voces que damos, no de los botellones que organizamos.

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