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J. R. Alonso de la Torre
Miércoles, 16 de julio 2014, 08:30
En Yelp, una aplicación telefónica que recoge opiniones sobre restaurantes, cafeterías y teterías, una joven critica a mi churrera. Dice que sus churros están cada vez más salados y menos crujientes y que ella es cada vez más seca. También la acusa de que atiende mal a las mujeres y bien a los hombres. Si esa joven viviera en Francia y mi churrera tuviera ganas de pleitos, la crítica podría suponer una buena multa para la joven. Digo esto porque un tribunal de Burdeos acaba de condenar a la bloguera francesa Caroline Doudet a pagar 1.500 euros a la dueña de una pizzería de Cap Ferret.
La pizzera denunció a la bloguera porque entendía que una crítica negativa en su publicación había sido la causa de su pérdida de clientes. El blog de Caroline está bien y se le puede echar un vistazo en la dirección lescroniquesculturelles.com, aunque no sé si la bloguera seguirá con ganas de escribir.
Si la decisión judicial bordelesa sienta jurisprudencia, los blogs críticos se acabarán; porque si un libro no te gusta, un coche no te mola o un bar te espanta y lo cuentas, te pueden pedir cuentas.
Suelo escribir sobre los restaurantes que visito, fundamentalmente porque sé que es un género que gusta mucho a lo lectores. Tras muchos años haciéndolo, he aprendido que en ese tema hay que ser muy prudente. Por eso, si un restaurante extremeño no me gusta, procuro no escribir de él y ya está. Tampoco me apetece ir de justiciero ni realizar labores de inspector que competen a otros.
El otro día, por ejemplo, fui a comer a un restaurante perdido por el sur de Badajoz y, en tres minutos, el jefe había cometido tres faltas graves que podrían hundirlo: fumaba en la barra, cogía los cubitos de hielo con las manos y me atendió una niña que jugaba a ser camarera. Contar eso y contraponerlo con lo bien que comí puede resultar muy llamativo, pero no estoy dispuesto a cargar toda mi vida con el remordimiento de haber dejado a un hostelero sin su negocio. Eso compete a la inspecciones de Trabajo y Sanidad. Así que he optado por un prudente silencio.
A pesar de esa prudencia, a veces me encuentro con restaurantes extremeños donde prefieren que no vaya a comer. Hace unas semanas, llamé a uno cercano a Coria para reservar mesa, me conocieron por la voz y me dijeron que mejor que no fuera. Y no fui, aunque me puse triste porque era una casa de comidas que me atraía mucho. Sospecho que habrían leído el día anterior una critica sobre un restaurante portugués donde la comida era lamentable y creyeron que iba a buscar faltas. Pero juro que solo iba a comer.
La crítica de restaurantes es un género muy antiguo y muy leído. Las críticas que más me gustan son las del periódico francés Le Figaro. Me inspiraron para escribir una guía sobre restaurantes portugueses de la Raya. Durante el mes de agosto de 2009, comí y cené en 60 restaurantes portugueses cercanos a la frontera extremeña. Mi mujer hacía las fotos de los platos y yo tomaba notas en un gran blog de más de 50 detalles diferentes (la vajilla, el pan, los olores, el ruido, la limpieza de los camareros, etcétera).
Los hosteleros portugueses, siempre discretos, no preguntaban nada. Si lo hacían, les respondía que era para hacer un romántico diario de viaje, no fuera a ser que me invitaran. Esa es otra: el crítico gorrón. Los detesto. Uno muy famoso hundió un restaurante muy bueno que había en Vilagarcía de Arousa. Se llamaba «Chocolate» y lo puso a parir en su periódico porque Manolo, el dueño, se negó a seguir alimentándolo gratis.
A veces, me han invitado a comer después de una crítica positiva. En esos casos, me acuerdo de la Duquesa de Alba: «Que le echen de comer a los periodistas» y no vuelvo por allí. Por eso no escribo de los bares y restaurantes que frecuento y me gustan, no vaya a ser que me inviten y tenga que dejarlos. A partir de ahora, tampoco escribiré de los que no me gustan, no vaya a ser que me multen.
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