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J. R. Alonso de la Torre
Miércoles, 23 de julio 2014, 07:59
La otra noche vi un partido de hockey sobre patines y, como siempre, ganó España. Vi el partido en diferido y de madrugada, a pesar de que se trataba del Campeonato de Europa y se celebraba en Alcobendas. Hace 40 años, un partido así se hubiera retransmitido en horario estelar, justo antes del 'Vamos a la cama', y lo habríamos visto toda la familia. La otra noche, eran las dos de la madrugada, estaba yo solo ante el televisor y me encontré con aquel España-Alemania por azar, ni tan siquiera sabía que se celebraba el campeonato europeo. En realidad, mi única preocupación deportiva de ese día era que Contador se había caído y se habían fastidiado las siestas con Tour.
Hubo un tiempo no muy lejano en que España solo ganaba en hockey sobre patines. Como era el único deporte colectivo que nos regalaba grandes triunfos, los campeonatos europeos y del mundo se anunciaban y se vivían a lo grande. El guion estaba escrito de antemano: España y Portugal ganarían todos sus partidos y se enfrentarían en la gran final, que sería tensa y, muy probablemente, violenta. No creo que ninguno de ustedes, salvo si son de Burguillos del Cerro, capital extremeña de este deporte, conozca el nombre de un jugador internacional de hockey sobre patines. Yo aún recuerdo, sin consultar la Wikipedia, los nombres de las dos grandes estrellas de aquel deporte en mi tiempo: Sabaté, en España, y Nascimento, en Portugal. Ambos eran héroes nacionales en aquellas dos recalcitrantes dictaduras.
En esos años, los únicos deportes que nos inyectaban autoestima eran el hockey y el boxeo. Ahora mismo no sabría decirles ningún nombre de boxeador actual. Pero les puedo soltar de memoria la letanía de los púgiles importantes de los 70: Legrá, Velázquez, Folledo, Carrasco, Urtain...
Después había destellos esporádicos en tenis con Santana o en baloncesto con Luyk, Brabender y el Real Madrid. Creo que aún no triunfaba Ángel Nieto. En fútbol, se había acabado la cosecha de copas de Europa por un tiempo y lo único seguro, el equivalente al tenis, al fúbol sala, las motos, el ciclismo, el fútbol, el balonmano y tantos deportes en los que hoy ganamos seguro, era el hockey sobre patines. Es más, en los años centrales de mi infancia y adolescencia, no participamos en dos mundiales de fútbol seguidos, fueron 12 años ayunos de quimeras. Porque entonces, vencer era una quimera excepto si jugábamos a hockey, un deporte minoritario y predominantemente latino que sigue sin ser olímpico.
En el Tour, nuestra especialidad y única aspiración era ser los reyes de la montaña. Se trataba de un título épico: ganábamos donde había que esforzarse más y sufrir el doble, perdíamos en las trampas malditas del pavés y los abanicos, dos engaños inventados por los franceses para humillarnos.
A base de patines, montañas y puñetazos, fuimos forjando una epopeya que narraban con maestría Alcántara o, algo más tarde, Urraburu. Leías aquellas historias de combates y ascensiones alpinas y te embargaban emociones desbocadas, el periodismo deportivo se sintetizaba en adrenalina pura y rematabas las crónicas sintiéndote más protagonista de gestas que lector de prosa.
El año que se cayó Ocaña y perdió un Tour que tenía en la mano, lloré de emoción leyendo la prensa. Y volví a llorar cuando humilló a Merckx al año siguiente y ganó, por fin, el último Tour leído (las siguientes victorias españolas ya fueron televisadas).
El otro día se cayó Contador por la tarde y fue una pena, pero no me exalté ni culpé a la envidia gabacha, solo lamenté, con el egoísmo de quien ya está acostumbrado a ganar, que mis siestas de julio serían más aburridas. Por la noche vi el hockey, pero me acosté en el descanso, aburrido de victorias. Ya en la cama, recordé una final de hockey muy antigua. Se celebró en América, se jugó de madrugada y nos quedamos toda la familia a verla. Era un tiempo gris y necesitábamos ganar a algo, aunque fuera sobre patines.
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