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J. R. Alonso de la Torre
Miércoles, 15 de octubre 2014, 08:10
En una vitrina de casa, hay un juego de café finísimo y delicado, con una chinita en el fondo de cada taza, que no se ha usado jamás ni creo que se use. Bajo la vitrina, en el mismo mueble, se guarda, dentro de un cajón, una cubertería tailandesa de bronce cuyos cuchillos cortan mal, pero si los agarras por el filo y golpeas por el mango, son armas eficacísimas capaces de acabar con un buey de un solo golpe. Nunca hemos comido nada con esos cubiertos porque en casa no nos va la halterofilia.
En ese mueble, que a mí me parece más un relicario que un aparador, se guarda una mantelería bordada que debe de tener un siglo de antigüedad. Si se usara y se manchara, habría que llevarla a la tintorería. Así que, por no enviarla al tinte, lleva más de cien años sin usarse. También se apilan en diversas partes del 'relicario' 36 platos de una vajilla inglesa, con su correspondiente batería de soperas, fuentes y bandejas. Todo ello convierte el aparador en una especie de sagrario donde se venera la herencia más íntima de la familia.
Mientras ese mueble y esos cachivaches inútiles sigan estando ahí, todo permanecerá en orden y la familia tendrá un asidero para apoyarse en los momentos difíciles. Ni mil crisis ni un millón de contratiempos podrán quebrar la fortaleza familiar mientras las tazas de la chinita, la vajilla inglesa, los cubiertos de Tailandia y la mantelería bordada sostengan las raíces, reafirmen los principios y unan los corazones.
Un día, ingenuo de mí, pregunté que cuándo comeríamos en una mesa puesta con todas esas reliquias heredadas de nuestros antepasados. Me respondieron que esa mantelería, esa vajilla, ese juego de café y esa cubertería solo se usaban en casos muy especiales, como una pedida de mano. Asentí convencido porque sé que en casos así no se debe discutir: son temas sagrados, emanan de las esencias familiares más enraizadas en el ayer y son como los dogmas de fe. Es decir, tú no te preguntas por qué Dios es uno y trino, lo es y punto, al igual que tampoco te preguntas cómo va a haber en tu casa una pedida de mano si no tienes hijas. Habrá pedida de mano y punto.
Sé que las familias modernas ya no son lo que eran. Como dice mi madre, ahora todo es un jaleo. Es su manera de referirse a familias de hombres solos, de mujeres solas, de divorciados, de arrejuntados, de dos hombres, de dos mujeres. Pero más allá del jaleo, cada una de esas familias extremeñas mantienen un hilo con el pasado que las afianza y les rebaja la heterodoxia, un hilo que proviene de Portugal, en el caso de la loza, o de Lagartera, en el caso de la ropa de hogar.
Porque entras en casas modernísimas, con lo último de Ikea o lo más lujoso de Roche Bobois, te sirven la sopa en cuencos que parecen orquídeas, los platos de postre son tan grandes que te tienes que poner las gafas de lejos para distinguir las grosellas de los arándanos. Los anfitriones, dos varones casados cuatro veces y con hijos de tres parejas distintas, llevan unas gafapasta de colores verde y fucsia. En fin, todo muy molón y muy guay. Pero rebuscas por las vitrinas y. ¡allí están!, en lo alto del mueble multimedia Liatorp, las tazas negras con motivos del Mekong y la inevitable chinita tras el último sorbo de café.
A mi hijo, tan alternativo y tan metalero, no le van a pedir nunca la mano y me moriré sin estrenar los tesoros familiares. Pero moriré tranquilo: ayer hablamos de su preciada herencia familiar y nos confesó que las tazas chinas santificarán en el futuro el salón donde ensaye con su grupo de rock o donde picotee anacardos con su pareja. Todo muy moderno, pero dentro de un orden.
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