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J. R. Alonso de la Torre
Jueves, 16 de octubre 2014, 08:17
Vanesa es taxista en Barcelona. Su padre es de Robledillo de Trujillo y le cedió la licencia al jubilarse por un precio razonable: 60.000 euros frente a los 120.000 que cuestan normalmente en Barcelona. Al enterarse de dónde vengo, Vanesa me llama mangurrino y me cuenta su último viaje a Cáceres para ver a su padre: doce horas en autobús. «Viajar a Extremadura es pesado, pero tiene la ventaja de que puedes ver unas noches de San Lorenzo espectaculares. Lo malo es que a los catalanes no nos miran muy bien, que si somos rácanos y eso», confiesa Vanesa.
Cataluña se empieza a entender desde el aire. A medida que el vuelo de Badajoz se va acercando al Prat, la oscuridad lumínica mesetaria y extremeña se convierte en una alfombra de luces. Está claro que desde ese suelo es imposible ver las estrellas, pero si miran alrededor, ven fábricas, riqueza, empleo... Un mundo muy desarrollado que ha crecido gracias a personas como Vanesa y su padre, que soñaron con el cielo y vinieron a buscarlo a Cataluña.
Nada más aterrizar y encender el móvil, aparece en pantalla Artur Mas anulando la consulta del 9N. Un paseo por Barcelona permite entender el aire taumatúrgico y religioso de lo que está pasando en Cataluña. Frente al Palau de la Generalitat se ha convocado una vigilia en las redes sociales. Un millar de jóvenes están sentados en el suelo frente a la puerta de la sede del gobierno autonómico. Reina un silencio devoto y penitencial, solo roto por la voz del líder del oratorio, que realiza declaraciones a una agencia de noticias nacional y trece catalanas. Se van sumando al grupo gentes que llegan con banderas esteladas, saludan en voz alta y se suman al oratorio. Hay felicidad en las caras, la misma que reina entre los correligionarios de rosarios colectivos, cofradías penitenciales y reuniones de testigos de Jehová. Los jóvenes se abrazan mucho, se miran emocionados y teclean en sus móviles tuits llamando a la desobediencia civil como camino recto al paraíso.
Los balcones del casco antiguo barcelonés están repletos de banderas. A medida que uno se aleja hacia el Ensanche, el decorado flojea. A la mañana siguiente, en la rueda de prensa de los premios Planeta, el panorama cambia sustancialmente. Es otra voz, la de los empresarios, liderados por la que quizás sea su voz más escuchada, José Manuel Lara.
La rueda de prensa de los Planeta es un acontecimiento mediático de primera magnitud. Cuento 300 personas en la sala del decadente hotel 'El Palace' de la Gran Via de les Corts Catalanes. Tras dos preguntas casi de trámite sobre libros y literatura, los periodistas hincan el diente al tema estrella: la independencia y sus concomitancias. Hasta tres veces negará Lara su deseo de hablar del tema y hasta tres veces se explayará con pasión sobre una cuestión que le suelta la lengua.
Razona que si los políticos crean problemas a las empresas, los accionistas deciden en consecuencia. Hila este planteamiento con un aviso nada sutil: «Ninguna editorial del mundo tiene su sede en un país extranjero al de la lengua en la que publica sus libros». Matiza al asegurar que no tomarán medidas de cabreo político, sino de realidad empresarial, aunque no esconde que el sello catalán de Planeta seguirá en Cataluña, pero que si hubiera independencia y Planeta publica en castellano, lo lógico sería que estuviera en Castilla.
Lara pide diálogo y no parece impresionado por la vigilia espiritual de la víspera. Prefiere fijarse en las luces de la Cataluña próspera que ha crecido unida a España con la ayuda del padre de Vanesa. Pide que entre todos bajen el suflé. Cree que la fractura abierta por el movimiento secesionista no es todavía grave ni violenta, pero que todo depende de cuánto se alargue.
Esta noche, en su parada de Via Laietana, Vanesa espera clientes. Se entregan los premios Planeta, acuden Pedro Sánchez, Artur Mas, Ana Pastor y mil invitados. Hay mucho trabajo en el taxi. Por eso se vino su familia desde Robledillo, por el trabajo, aunque se quedaron sin lluvia de estrellas.
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