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J. R. Alonso de la Torre
Jueves, 6 de noviembre 2014, 08:03
La semana pasada se celebró la Fiesta del Cine y pudimos ver películas por 2.90 euros. Y digo ver, no oír, porque en la sala, mientras a mi derecha una pareja se besaba, sorbía refresco y comentaba cada lance, a mi izquierda, dos mozos comían pipas y cada frase, cada silencio en la pantalla, era corroborado por un crac insolente y así, pipa a pipa hasta el The End.
Delante de mí, una pandilla de adolescentes, ellos y ellas, jaleaban cada fotograma y competían entre sí en una especie de galanteo de urogallos en celo ocupados en mostrar mejor su plumaje en forma de eructos, silbidos, destrezas guturales y hasta un pedo explosivo que elevó a su autor al trono definitivo del urogallo más macho. Y detrás, para no dejarme escapatoria, tres chicas mantenían sin vergüenza y a voces una conversación sobre chicos. La película les daba lo mismo, lo que les interesaba era comentar una y otra vez las gracias y chaladuras de sus gañanes favoritos.
Tras dos horas de padecimiento, salí de la sala renegando de conmemoración tan funesta, que me había obligado a acreditarme en Internet y a hacer una cola de media hora para verme rodeado en la tercera fila por una horda de primates.
Una cosa es la imagen de esta maravillosa Fiesta del Cine llenando los telediarios con sus colas, sus emociones y su cinefilia y otra la cruda realidad de unas salas colonizadas por un 20% de energúmenos que convertían la fiesta en una horrorosa pesadilla. Aunque lo que más me llama la atención es que se presente esta fiesta como la idea más brillante de la historia de la distribución cinematográfica cuando en mi ciudad, Cáceres, hace exactamente 60 años, había varias fiestas semanales del cine, entendidas como oportunidades para acudir a ver películas a bajo precio.
Como recoge la doctora Angélica García Manso en su libro 'El octavo pecado de la capital', en 1954 había en Cáceres una sesión llamada Cine Fémina, más otra denominada Sábado de Moda y una tercera bautizada como Jueves Selecto, que tenían en común el atraer al público con el reclamo de entradas más baratas. A estas sesiones económicas, había que añadir el equivalente al actual Día del Espectador, que entonces se llamaba Martes Populares. Eran tiempos gloriosos para el cine, cuando aún no había llegado la televisión masivamente a todos los hogares, cuando, como recoge la profesora Manso en su libro, «un día cualquiera del verano de 1963 (un cacereño) tenía para elegir diez salas, o sea, una veintena de filmes».
En aquellos cines, había una figura que añoré vivamente la semana pasada: el acomodador. En mis tiempos infantiles y adolescentes, aunque no sorbiéramos refrescos ni mascáramos palomitas, también teníamos una tendencia irrefrenable a ser gamberros. Pero allí estaba el acomodador con su linterna flamígera: le bastaba enfocarnos brevemente con su haz de luz para que se hiciera el silencio.
Otro doctor cacereño, profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, Michi Huerta, ha escrito 'Libro de cine para regalar', un ebook donde, entre otras cosas, rememora sus vivencias cinéfilas en el Cáceres de los 70-80, cuando el espectador, al llegar los minicines, restó valor público a las salas y las convirtió en una prolongación de la salita de estar, donde se puede comer, beber y comentar en libertad.
El profesor Huerta evoca la figura de los acomodadores: «Vestían de forma elegante y eran mayores desde siempre, como si hubieran alcanzado la cincuentena hace siglos y hubieran congelado el paso del tiempo con algún elixir misterioso. Aparentaban su ausencia con discreción y garantizaban el orden a lo lejos. Ejercían una autoridad que se sumaba a la atmósfera majestuosa de enclaves como el Coliseum, donde cualquier herejía sonora se zanjaba al instante y sin derecho a réplica». Cómo eché de menos a los viejos acomodadores mientras padecía, frustrado, la Fiesta del Cine.
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