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J. R. Alonso de la Torre
Sábado, 9 de enero 2016, 09:07
Aroche parece más bonito aún de lo que es porque no te lo esperas. También brilla más porque está escondido y cuando lo descubres ya es tarde para las previsiones. Cuando uno no se hace idea de lo que se le viene encima y le llega de improviso, sin dar tiempo a preparar defensas, la belleza se despeña, te arrastra y acabas diciendo tonterías ansiosas, intentando explicarte la belleza con frases de esas que aprendes de tus hijos: ¡Qué pasada, es alucinante, cómo mola.!
Aroche es un pueblo de la provincia de Huelva que funciona muy bien como pretexto para una excursión. Además, está a un paso. En realidad, queda tan cerca de Extremadura que el jefe del bar Habana reconoce que a él le distribuyen más productos desde Badajoz que desde Huelva y Sevilla.
Quedamos, entonces, en que Aroche es un pueblo sorpresa, un pueblo inesperado que se te aparece tras la última curva del camino y te acoge muy bien, convenciéndote en un instante de que has llegado al lugar adecuado en el momento exacto.
Aroche queda en Sierra Morena, en sus estribaciones más occidentales, lindando ya con Portugal. Llegando desde Extremadura, Aroche no se ve. Hay que desviarse en un cruce de la Nacional que une Sevilla con Beja y es entonces cuando Aroche se desvela, desparramado en la ladera, con un gran castillo moro en lo alto y una villa romana en la llanura. Eso sucede mientras te aproximas y, al tiempo que te entusiasma la visión blanca y colgante, de postal, te preguntas si no estarás llegando otra vez a uno de esos pueblos cuya gracia mejor se ve de lejos porque si te acercas a pasearlo, te desespera lo tortuoso de sus calles, el tráfico desordenado, los bares a la caza del guiri.
Pues no. Aroche merece la pena de cerca y de lejos, dentro y fuera, arriba y abajo. Pero superemos de una vez el complejo Barrio Sésamo y expliquemos por qué es tan agradable este pueblo onubense cercano a Extremadura y a Portugal. Pues lo fundamental es que, nada más llegar, te ofrece varios aparcamientos disuasorios que quedan al lado de todo. Luego entras en el bar Habana, a tomar una infusión porque es 1 de enero y el estómago pide mimos tras las barbaridades de Nochevieja, y la manzanilla es una maravilla: una bolsita con tallos y flores completamente naturales y un sabor delicioso. Comentas que no has visto manzanilla en bolsitas como esa y el barman te aclara que esa manzanilla que creías exótica y, por lo menos, catalana, se la sirve un distribuidor de Badajoz.
Así que sales del bar con el estómago entonado, el coche bien aparcado y el chauvinismo bien alimentado y te encuentras con un pueblo de calles en cuesta, mansiones formidables, varios museos y una plaza llena de bares y de hombres. Los bares están todos juntos y los hombres forman una inmensa pandilla que se sostriba en las paredes de la plaza viendo entrar el año y pasar la gente.
Aroche tiene un día porque cuenta con muralla paseable, castillo visitable, un antiguo convento jerónimo convertido en museo arqueológico, una villa romana y hasta un museo de rosarios para decir las letanías echando mil cuentas. En los bares de la plaza, sirven raciones tradicionales y platos suculentos: guisos, fritos y cosas así. En una gran pizarra anuncian la oferta y es divertido tomarse algo mientras se observa el entorno y se escoge el menú.
Si da tiempo, se puede alargar la excursión hasta Rosal de la Frontera, un pueblo rayano situado a tres kilómetros de Portugal. No es Aroche, pero tiene su gracia tomarse un café en la plaza principal, en plena carretera, antes de volver a casa.
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