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J. R. Alonso de la Torre
Miércoles, 13 de julio 2016, 08:37
Esta tierra es muy bonita y en verano sigue siendo verde y agradable en muchos valles, en muchos pueblos y en muchos ríos. Pero reconozcámoslo, cuando el verano dice que aquí está él, Extremadura se convierte en un pequeño país ardiente donde, salvo en contados puntos, la vida languidece a partir de la una del mediodía y no recupera el resuello hasta las nueve de la noche o más allá.
Así que ahora tocan tardes larguísimas de junio con el ventilador, el botijo, la penumbra, el aire acondicionado o, lo mejor de todo, las paredes gruesas de la casa del pueblo aislando y protegiendo mientras buscamos la manera de coger el sueño, de soportar el paso de las horas calientes hasta la puesta de sol. Y La siesta, magnífico invento para enfrentarse al calor de julio, para sumergirnos en una duermevela donde la temperatura no existe, solo existe la duermevela; sudando, sí, pero anestesiados por el sueño.
Tardes de junio, pues, y cada cual recurriendo a su truco para dormir. Servidor, por ejemplo, nada más comer, retorna a los clásicos: me siento en mi orejón junto a la mesa camilla, que hace años desterraron los sofás de diseño y las mesas de vanguardia, y pongo la tele.
Nada de documentales. Primero, rebobino y veo los sanfermines: el pre encierro, el encierro y el pos encierro matinal. Eso me despierta por la adrenalina que liberan las retransmisiones y porque me permite soñar con la fiesta de las fiestas: nunca he ido a los sanfermines, pero no me gustaría llegar a la decrepitud sin haber pasado por Pamplona en julio.
Cuando los ritos de la fiesta ya han sido convenientemente contados en televisión (cada año lo hacen mejor), llega la hora del sopor irrefrenable. Es el momento de conectar con la retransmisión en directo de la etapa del Tour de Francia. Si mi hijo está en casa, vuelve a desesperarse como cuando era un niño y veía cómo su padre le quitaba los dibujos animados para poner un canal donde unos tipos pedaleaban sin sentido sobre una bicicleta mientras el malvado de su padre se dormía la siesta y no atendía a pedalada alguna, pero eso sí, si el niño buscaba un canal con los dibujos animados de las tortugas mutantes, el padre se despertaba al momento y exigía volver a las carreteras francesas.
La capacidad que tiene el Tour de Francia para dormir a los españoles me parece digna de estudio. No sé si es la cadencia de las pedaladas, el sosiego que procura la recuperación de imágenes gratas de la infancia y adolescencia o su faceta de documental turístico.
Quizás se deba a la conjunción de todo ello y también, claro está, a que desde hace años, los españoles no nos comemos un maillot importante, como mucho, ganamos alguna etapa, o sea, nada comparado con los tiempos gloriosos y juveniles en que era imposible dormirse con el Tour, a sabiendas de que Perico Delgado nos desesperaría con alguna 'pericada'e Induráin nos demostraría un día más que también había españoles que podían ser hombres de acero y ganadores de casi todo.
Hasta que Perico e Induráin no se retiraron, el Tour no se convirtió en nuestro somnífero favorito. Curiosamente, cuando hace un año o así escribí sobre este tema (el Tour convertido en el trasunto veraniego de la recurrida castañera invernal, de la que todo columnista que se precie hace un retrato una vez al año), aparecieron en Facebook decenas de comentarios en los que sus autores reconocían que sin el Tour serían hombres sin siesta. Es más, un lector confesó en su comentario que él grababa el Tour en verano para verlo en la tele durante el invierno y así poder pillar el sueño si se desvelaba durante la sobremesa.
Seguro que los franceses no se han enterado aún de que en España, desde que se cansó Induráin subiendo un puerto, el Tour, visto en televisión, se ha convertido en ansiolítico, somnífero, relajante muscular y tranquilizante. Y sé que no se han enterado porque si lo supieran, lo venderían en las farmacias. ¡Menudos son!
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