
Ella sí es extremeña
UN PAÍS QUE NUNCA SE ACABA ·
«Mi suegra me compara con un perro chino y con un higo pelotudo»Secciones
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UN PAÍS QUE NUNCA SE ACABA ·
«Mi suegra me compara con un perro chino y con un higo pelotudo»Al colegio público de Meis (Pontevedra), llegó en los años 60 un maestro de Cáceres. Enseguida, sus compañeros lo apodaron cacereño. Como el nuevo maestro era de baja estatura, el conserje, hombre bondadoso, pero de pocas luces, creyó que cacereño era sinónimo de bajito y, desde entonces, en Meis, epicentro de O Salnés, comarca mítica en el universo literario de Valle Inclán, una persona baja es un cacereño.
A la capital de esa comarca, Vilagarcía de Arousa, llegó a finales de los 80 como becario un joven periodista vasco que luego ha triunfado en la prensa madrileña. Me lo endosaron como una especie de alumno en prácticas para que se viniera conmigo a hacer reportajes. El muchacho me respetaba y se lo pasaba bien conmigo, pero cuando se enteró de que yo era cacereño, no se lo creía.
No sé qué concepto tendría él de los cacereños, pero parece ser que su madre donostiarra utilizaba el gentilicio, sin maldad y por costumbre, como expresión despreciativa. Quizás se debiera a que, tras la publicación de la novela ‘Cacereño’, de Raúl Guerra Garrido, en 1969, el término se convirtió en el País Vasco en sinónimo de maketo, pero maketo sufridor que soporta mil calamidades.
En ‘Ocho apellidos vascos’, la genial Carmen Machi es cacereña y en ‘Las brujas de Zugarramurdi’, uno de los personajes más desgraciaditos es de Badajoz. Con estos bueyes hay que arar y, o nos lo tomamos con ironía, como están haciendo los del movimiento Milana Bonita, que me parece una de las iniciativas más inteligentes y eficaces planteadas por la sociedad civil extremeña en los últimos tiempos, o nos deprimiremos para los restos.
Durante mis vacaciones de agosto en O Salnés, me han dicho que los extremeños no somos tan graciosos como los andaluces haciendo comparaciones y durante una visita al monasterio cisterciense de Oseira (Ourense), la guía explicó la teoría oficial sobre el origen del pulpo á feira, es decir, cocido en agua y aliñado con aceite de oliva, sal gorda y pimentón de La Vera, cuya receta se habría inventado en el entorno de ese monasterio, cuyos dominios llegaban hasta las Rías Baixas. Los pescadores de Marín pagaban sus tributos al monasterio en forma de sacos de pulpo y en la aldea de Arcos (O Carballiño), las pulpeiras se especializaron en cocinarlo y en servirlo de feria en feria.
Esta es la teoría oficial, pero hay otras. Por ejemplo, una que defendía el curso pasado en Badajoz uno de mis alumnos de la Universidad de Mayores. Aseguraba que el pulpo á feira es un invento extremeño. Hay otra teoría que apunta al origen maragato: habrían sido arrieros de Astorga quienes, tras comprar pulpo salado y seco en la costa gallega y pimentón y aceite en Extremadura, habrían combinado estos productos. En esa línea habría que situar la hipótesis extremeña: trashumantes que llegan desde León cargados de pulpo seco para el camino y extremeños aportando el toque del pimentón y el aceite.
Parte de mis vacaciones gallegas las he pasado con mi suegra. Una tarde, compartiendo una ración de pulpo, argumenté que estaba un poco salado y mi suegra me disparó un símil: «Yerno, eres como los perros chinos, delicados para todo». Aprecio a mi suegra casi siempre. Pero cuando echa mano de las comparaciones y me lanza alguna, la temo. Tras lo del perro chino le repliqué, un poco molesto, que yo no soy delicado y me soltó que no me pusiera así de chulito, que parecía un gallino Pepe.
Y cuando, tras el pulpo, ya en casa, caí rendido en el sofá, al despertarme, sonrió y me desarmó: «Hijo, qué poco aguante tienes, has caído como un higo pelotudo». Mi suegra compara con gracia y puntería. Es extremeña.
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