En las últimas semanas se han hecho evidentes algunos problemas (emergentes y graves) relativos a los médicos en formación, asuntos que van desde la dificultad ... a corto plazo para cubrir con especialistas recién formados los puestos de los que se jubilan a la imposibilidad de ocupar las plazas de formación en la especialidad de Medicina Familiar y Comunitaria en la última convocatoria MIR. Pienso que estos problemas tienen que ver no solo con factores que afectan a los médicos ya graduados, sino que están también relacionados con los candidatos a serlo, que se trata de factores mediados por elementos que están ya presentes en el periodo previo al ingreso en las facultades de medicina, extendiéndose y amplificándose en las etapas posteriores. He de reconocer que hago esta reflexión, como profesor y decano, desde el dolor y, no voy a negarlo, desde la asunción de un sentimiento sincero de culpa y fracaso que emerge de la convicción de que algo estamos haciendo mal los que andamos implicados en el proceso de formación de estudiantes y residentes, aunque también lo hago desde la esperanza de que las consecuencias de nuestros errores, por más que sean graves, puedan todavía tener enmienda si nos entregamos seriamente a la tarea de enfrentarnos a ellos y buscar soluciones.
El acceso a las facultades de medicina es a día de hoy un privilegio reservado a aproximadamente el tres por ciento de los que dicen sentir la llamada de la vocación, lo que significa que, pasado el filtro de la selectividad, tan solo uno de cada treinta estudiantes llegará a la meta anhelada. Para conseguirlo, el futuro médico deberá asumir una dura competitividad y un entrenamiento riguroso desde los 16-17 años, apenas abiertos sus ojos a la realidad del mundo, como quien dice. Una llamada vocacional temprana, demasiado temprana, me parece a mí, un compromiso precoz con un objetivo a largo plazo que va a condicionar la existencia de los candidatos, ya que no vale distraerse; una vez tomada la decisión de ser médico, todas las energías deben estar puestas en la tarea de posicionarse entre los mejores y conseguir un puesto de acceso. Esto significa que, en unos momentos en los que nuestros adolescentes deberían estar ocupados en desarrollar aspectos fundamentales de su personalidad, se ven obligados a renunciar a muchas de sus aspiraciones para poder situarse por delante de sus compañeros en la gran carrera hacia el éxito. No hay un momento que perder porque cualquier descuido favorece al oponente. Un gran número de nuestros futuros médicos se entregan, de ese modo, a estudiar noche y día, renunciando a muchas experiencias placenteras y necesarias, con la esperanza de encontrarse en algún momento del tiempo por venir entre la élite que conseguirá pisar las aulas de la facultad. Una inversión, pensarán algunos; un error, creo yo, sacando ahora al psiquiatra que duerme en mí, ya que esta entrega incondicional al estudio puede suponer en muchos casos un escollo para el desarrollo personal, un obstáculo que incluso podría verse favorecido por determinados patrones de personalidad que quizá no sean los más apropiados para un médico. La selección de los estudiantes que consiguen estudiar medicina hoy en día se basa exclusivamente en su rendimiento académico durante el bachillerato y en su nota de selectividad. Pero rendimiento académico no es sinónimo de inteligencia, ni los alumnos que obtienen mejores calificaciones serán los más exitosos en la vida, ya que muchas veces el éxito académico no es sino el resultado de un proceso que se consigue sacrificando parcelas importantes del propio ser, eliminando del repertorio de aptitudes, actitudes y conductas elementos tan preciados como la creatividad y la curiosidad, o tan capaces de acercarnos al otro (y, sobre todo, al otro que sufre) como la empatía, la capacidad de comunicación (emocional, verbal o escrita) o la madurez emocional que proporcionan el fracaso y la frustración, lo que lleva a consolidar una personalidad seudoadaptada, alimentada por un narcisismo desconectado del mundo real, apoyada en una obsesividad insana, expuesta a la ansiedad y abierta en el futuro al burnout, a poco que las cartas vengan mal dadas.
Con estos elementos de por medio, los estudiantes encuentran alivio y razón para su esfuerzo en una práctica médica idealizada, basada en la tecnología, en una aparente alta capacidad de resolución y en el papel casi omnipotente del médico, un reflejo de lo que aspiran a hacer de sí mismos. Y nosotros, los responsables de su proceso de aprendizaje, alimentamos esa fantasía ofreciéndoles una formación segmentada, ajena a menudo a la realidad de la práctica. Condescendientes, no nos atrevemos a desmontar su visión del mundo, ni a decirles que el día a día de la medicina está lleno de temores, de reveses, de inseguridades, no les hablamos de la ansiedad que supone enfrentarse cada mañana al dolor y a la muerte. Los profesores y tutores olvidamos a menudo incluir en nuestro repertorio docente elementos tan básicos como la sensibilidad, la cercanía al que sufre; les enseñamos a nuestros estudiantes muchas cosas y ellos las aprenden porque son muy listos, pero a menudo dejamos a un lado el valor terapéutico de la comprensión, de una mirada a los ojos o de un simple golpe en el hombro de nuestro paciente.
Creo que nos estamos equivocando los que enseñamos medicina al ofrecer a nuestros estudiantes un panorama tecnificado de la práctica, una visión altamente sofisticada que priva de atractivo a la medicina de a pie, la que se hace en los entornos rurales o en los centros de salud de los barrios (tan saturados, tan exigidos), lugares en los que a menudo el médico no tiene otros instrumentos que un estetoscopio, su intuición clínica y su humanidad, una práctica poco glamurosa, para qué vamos a engañarnos.
Como en el poema de Calderón de la Barca en 'La vida es sueño', el que habla de las hierbas que un sabio desechaba y otro más pobre que él recogía, parece ser que van a venir médicos procedentes de países donde no atan a los perros con longanizas a hacerse cargo de las plazas que nuestros médicos no quieren, lo que significa que quizá haya llegado el momento de cuestionar los criterios que estamos utilizando hoy por hoy para regular el acceso a las facultades de medicina y a la especialización vía MIR, para pasar a incluir criterios que, más allá del rendimiento académico traducido en la nota de un examen, contemplen aspectos fundamentales de la personalidad de los aspirantes, como su sensibilidad, su capacidad de comunicación, su tolerancia a la frustración o su voluntad de conseguir un mundo mejor y más humano.
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