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Desayuno: ¿churro o cachuela?

Las provincias de Cáceres y Badajoz se diferencian en el acompañamiento del café, aunque una sutil colonización catalana amenaza en forma de tostada

J. R. ALONSO DE LA TORRE

Domingo, 29 de enero 2006, 01:00

EL hecho diferencial está en el churro. Ni Badajoz depende universitaria y militarmente de Sevilla ni Cáceres mira ya a Salamanca. Ni el sur de Extremadura es más andaluz ni el norte es más castellano. Extremadura una... Salvo a la hora de desayunar. Escribía Anthelme Brillat-Savarin: «Dime lo que comes y te diré lo que eres». Pues Cáceres es churro y Badajoz, cachuela.

En Arroyo de la Luz, en Ceclavín, en Aliseda o Casar, el churro es punto de referencia, motivo de orgullo, causa de disputa y pretexto de reunión familiar. En cada barrio y en cada pueblo de Cáceres, la iglesia, el ayuntamiento, el parque y la churrería son garantías de vertebración social y señas de identidad.

En Cáceres se dice que uno vive por el Ruiz o por La Porra y todo el mundo te sitúa porque en el orden urbano de las cosas, las churrerías son los puntos geodésicos de la memoria: aromas de harina en aceite, crujir de masa frita, filigrana dorada en café... Olor, sabor y textura que acompañan al cacereño desde su primer desayuno recordado hasta el postrer placer de sus últimas mañanas.

Cazadores en San Blas

Los cazadores de la capital quedan de madrugada en el bar El Paso de San Blas para desayunarse los churros que trae Paco desde San Francisco. Las familias se reúnen los domingos con el pretexto de un chocolate con unas porras de la churrería del final de la Ronda del Carmen y en barrios recientes como Nuevo Cáceres aún no hay un supermercado con enjundia, pero ha habido hasta tres churrerías.

En Cáceres, antes que disputas políticas o futboleras, cuñados y colegas disputan sobre si los mejores churros son los de Paco, los de Ruiz, los de La Porra, Ronda del Carmen o los que sirve Alicia en Gómez Becerra. Y en esa guerra sin cuartel, nadie convence a nadie porque los cacereños son de un integrismo churrero exacerbado.

Es vedad que a Cáceres llegó muy tarde la prensa y que mientras media Europa ya tenía diarios impresos, Cáceres no veía su primer periódico hasta 1812 y estaba escrito a mano por Álvaro Gómez Becerra. ¿Pero para qué querían prensa los cacereños si ya tenían churrerías? En estos locales, entre el olor del café y el aroma impregnante del aceite, los cacereños, antes de que salga el sol, conocen de primera mano las últimas fechorías de amantes, tunantes, liantes y farsantes.

Y mientras Cáceres reverencia esta filigrana cilíndrica de agua, harina y sal que hay que saber mezclar, amasar y freír, Badajoz se entusiasma con su cachuela, esa manteca 'colorá' que en Cáceres parecía desmesura gastronómica hasta que, en sutil cruzada colonizadora, las franquicias pacenses han comenzado a introducirla en el norte de Extremadura a través de sus 'hornos' y 'dehesas'.

El churro es sutil, comedido y hasta frágil. La cachuela es evidente, rotunda y aplastante. Ambos protagonizan con el cruasán francés o los huevos revueltos británicos uno de los pocos ritos cotidianos donde la globalización aún no ha podido hincar el diente. Al menos hasta ahora.

Sin embargo, un exquisito peligro colonizador amenaza desde Oriente: la tostada catalana, ese 'pa amb tomàquet', con jamón o sin jamón, que entabla cruel disputa cada mañana contra migas, churros y cachuelas en las barras de las cafeterías extremeñas. En esa batalla del desayuno, los extremeños, en lugar de combatir al enemigo, nos hemos unido a él en inteligente quiebro empresarial.

Desde ya, la cooperativa Tomates del Guadiana de Santa Amalia comercializa tarrinas unidosis de 35 gramos de tomate fresco natural de la tierra con el que untar las tostadas. Ya sirven cinco millones de tarrinas anuales a una marca andaluza y hay claras perspectivas de crecimiento.

Dicen que tomar cachuela es como desayunar con Ibarra, con Celdrán o con Martín Tamayo. Aseguran que mojar churros es como tomar el café primero con Saponi, con Elia Blanco o con Floriano. La irrupción de la tostada catalana introduce un inquietante quiebro en nuestro rito favorito, en el desayuno, ese momento iniciático que marca los trabajos y los días. ¿Con quién desayunamos cuando embadurnamos la rebanada con tomate?

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