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ALFONSO CALLEJO
Martes, 18 de abril 2006, 02:00
LOS arapesh son una tribu primitiva de Nueva Guinea, que en unión de otras varias fue estudiada profusamente a mediados de los años 30 del siglo XX por la eminente antropóloga Margaret Mead. Esta investigadora demostró que los papeles sexuales del hombre y la mujer típicos pueden variar extraordinariamente de una cultura a otra (incluso próximas geográficamente), no siendo determinantes, por tanto, los tradicionales condicionantes biológicos que suelen esgrimirse para justificar las marcadas diferencias de roles sexistas imperantes en nuestra cultura occidental.
Traigo aquí a colación este viejo estudio transcultural que recuerdo de la Universidad a la vista de los datos que diariamente plasma la prensa relativos a la situación secundaria de las mujeres en muchos ámbitos; estamos en la sociedad de la estadística y la cifra, y por ellas sabemos que los porcentajes de mujeres en puestos directivos en las empresas siguen siendo muy desfavorables, y que los salarios, a igualdad de trabajo, son hasta un treinta por ciento inferior al de los hombres. No hablamos ya de las 70 mujeres muertas anualmente en nuestro país a manos de sus compañeros sentimentales (eufemismo siniestro que no habla de compañerismo y mucho menos de sentimientos), fenómeno parecido al de los accidentes de tráfico: los técnicos son capaces de predecir con rara exactitud el número de víctimas en Semana Santa, pero son absolutamente inoperantes para evitarlas. Ante la constatación de esta desventaja femenina en todos los órdenes se intenta peregrinamente arreglar la situación no en origen sino en destino, implantándose con calzador la equidad política en forma de cuotas igualitarias, ya sea de ministras o concejalas olvidando los principios básicos de mérito y capacidad y amparándose en un falso progresismo para la galería. Fíjense que las empresas se resisten a la misma práctica, y no precisamente por un antifeminismo a ultranza, sino porque todavía no es el momento de poner al 50% de directoras de sucursal o jefas de taller, por ejemplo, pues la productividad y las cuentas de resultados no pueden permitirse los lujos de la gestión pública (donde los superávits son más difusos y prima la rentabilidad política), y colocan sencillamente a los mejores, ya sean machos o hembras; la economía no entiende de gónadas ¿No será mejor trabajar de una vez por todas en busca de esa igualdad -como decimos aquí- desde chiquinino?
Volvamos a los arapesh. La doctora Mead constató que en aquella tribu tanto hombres como mujeres presentaban una personalidad que podríamos llamar maternal desde nuestra perspectiva cultural. A niños y niñas sin distinción se les adiestraba para colaborar, para no ser agresivos, atentos a las necesidades y a la petición de ayuda de los demás y no se comprobó la idea de que el sexo fuera una poderosa fuerza impulsora generadora de diferencias. Pero Margaret Mead fue más allá en sus estudios. Investigó prolongadamente el comportamiento de una segunda tribu, los tchambulis, encontrando una radical inversión de las actitudes sexuales de nuestra propia cultura occidental; la mujer era el socio dominante y poco emotivo, el que ordena, y el hombre, el más sensible y emocionalmente dependiente. Conclusión: si las actitudes temperamentales que tradicionalmente se han considerado femeninas, como la pasividad o la actitud protectora pueden con facilidad instituirse como pauta masculina en una tribu y en otra ser desconocida por hombres y mujeres, ya no existe base creíble para considerar estos aspectos insalvablemente ligados al sexo. Hay que incidir, pues, en la educación igualitaria, pero tratando de eliminar, erradicar diríamos mejor, todos los modelos que desvirtúen esta premisa: no solo en la escuela, sino en la publicidad, etc. Recientemente se ha hablado de ello en diversos escritos alusivos al 75 aniversario de la II República, que intentó en su efímera y agitada andadura eliminar las diferencias sexistas (recuérdese que hasta entonces no votaban las mujeres), pero el régimen posterior, fuertemente influenciado por la Iglesia, devolvió a la mujer a su casa. Tal vez por este motivo, y en el aspecto concreto que hoy comentamos, sea en nuestro país más intensa esta desventaja femenina con respecto al entorno europeo próximo. Ya hace mucho tiempo que la supervivencia de la especie humana ha dejado de estar basada en la caza, el desmonte y el pastoreo, tareas para las que el hombre está mejor dotado. La situación, como digo, cambió y se tornaron posibles y deseables otros ajustes y roles. Lo verdaderamente difícil puede ser cómo erradicar de nuestra cultura la agresividad y cuál es la mejor forma de trabajar para el adiestramiento en la colaboración. Habrá que preguntárselo a los arapesh.
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