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PUES DICEN...

Cómo ver los toros de balde

J. R. ALONSO DE LA TORRE

Lunes, 29 de mayo 2006, 02:00

A los toros, que son gratis. No, sentarse en el tendido y contemplar la faena no es gratis, pero ver el arrastre, pasear entre los corceles y admirar a los rejoneadores, que cabalgan por la acera, sí que sale de balde. Un centenar de cacereños nos hemos acercado hasta la Era de los Mártires y nos hemos apostado en la puerta del paseíllo. Quien más quien menos mendiga una entrada por ver si se cuela. Nosotros, que tenemos el propósito de hacer la feria con un euro, también, pero no tenemos suerte. Sólo una señora consigue seducir a un caballero elegante y pinturero con trazas de apoderado que le regala dos entradas de sombra. La señora se entusiasma y concede a su benefactor un título poco saleroso: «Este hombrecino es muy bueno». El tendido de los sastres tiene sus claves: hay que asomarse cada vez que entran y salen las mulillas para ver el ruedo, hay que estirar el cuello cuando los rejoneadores cambian de caballo para pillar el pase de un subalterno, la ráfaga fugaz de un cuerno. Pero lo importante es que puedes pasear entre los caballos, charlar con los alguacilillos y piropear a los caballeros rejoneadores, que ponen su jaca al paso y besan cristos y medallas.

A la entrada del Paseo Alto, el cacereño Nano Bravo hace bailar su caballo para alegría de la barrera de balde, la moza de cuadras de Sergio Galán saca brillo a un alazán y cuando los alguacilillos se arrancan camino del ruedo, el tendido de los sastres los aclama con sorna: «Venga Curro Jiménez». Detrás van las mulillas con sus cascabeles y su mulillero, un muchachote lleno de piercings. Las cámaras de Castilla la Mancha y Canal Sur retransmiten la corrida y el público de gratis hace demagogia indignada: «Somos el culo de todos los sitios, nunca nos televisan para nosotros». Va a comenzar el paseíllo y Sergio Galán, el rejoneador de moda, se ha despistado y trota lejos, casi en la curva del cementerio. Lo llaman a voces y viene al galope por la carretera, entre el bus urbano y una furgoneta llena de holandeses alucinados. Entra en la plaza, el tendido de los sastres ovaciona, se cierra la puerta y un castizo resume la frustración: «Señores, esto está codificado».

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