Félix y el flamenco

Lástima de grabadora, de libreta, de papelillo escondido en una esquina del abrigo, de lapicero enano y mordisqueado. Qué pena no haber podido apresar las palabras de Félix una por una, en su orden exacto, y guardarlas como un rosario sanador. O en un bote de cristal, con una etiqueta que advirtiera de sus innumerables efectos beneficiosos. «Úsese sin medida, no tiene contraindicaciones». Una medicina apta para sobredosis.

La ignorancia abre la puerta a estas sorpresas que salen de un plan pergeñado un cuarto de hora antes, de no saber muy bien dónde se mete uno. De desetiquetarse y lanzarse al ruedo de lo desconocido, toda una aventura urbana para seres apoltronados en sus cuatro referentes culturales, como me pasa a mí.

En fin, enero y flamenco en la sala Capitol. Un viernes. Sale Félix Grande rotundo y blanco y se expande en una nube de palabras de las que hacía tiempo que no oía. Y disecciona el universo de la creatividad flamenca, reflexiona, juega y se emociona. Flamenco y dolor, las coplas surgidas de la pobreza, de la humildad más pelada. Criaturas sin filtro y sin títulos que te hablan desde su núcleo con una desnudez que acongoja. Y con la síntesis de quién no necesita más que un puñado de sílabas para entender la vida, porque la vida -el amor, la muerte- no ha de ser mucho más. El duende. Dice Félix que dice Lorca que hay que buscarlo en las últimas habitaciones de la sangre y la frase me pone del revés. La fatalidad que lo llena todo, el sabernos seres efímeros -no solo nos vamos nosotros, sino nuestro recuerdo, nuestra memoria- pero tratar de olvidarlo para poder tirar palante.

La negrura de la copla flamenca, ese pozo que se desborda, esa convulsión surgida del dolor que Félix Grande convirtió la otra tarde, o así lo quise interpretar yo, en todo un canto a la vida. Luego hubo cante, guitarra y cerveza y pensé que se necesita poco más.