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JUAN CARLOS FERNÁNDEZ
Miércoles, 18 de abril 2007, 03:55
AL recordar ciertos pasajes de la tan magistral como desgarradora novela de Steinbeck Las uvas de la ira, no puedo evitar establecer asociaciones de ideas con las circunstancias que, bajo el epígrafe 'recuperación de la memoria histórica', son objeto de un debate tan amplio como posiblemente improductivo.
Empiezo por evocar el momento en que los desposeídos expurgan de entre sus ya escasas pertenencias aquellos objetos que no pueden llevar consigo en su inmediato éxodo. El trayecto que espera es largo y en los desvencijados camiones apenas quedarán rendijas donde guardar más cosas. El fuego es destino de muchas, mientras las mujeres se preguntan «¿cómo podremos vivir sin nuestras vidas? ¿Cómo sabremos qué somos nosotros si no tenemos pasado?».
Si los objetos del expurgo evocan momentos de la vida familiar y sitúan en su justo contexto historias de amores, esfuerzos, ilusiones, éxitos y fracasos, cuánto más necesario ha de ser el saber dónde están los antepasados de uno. Cuando muere el abuelo de los Joad, protagonistas de la novela de Steinbeck, quizá más de desarraigo que de apoplejía, lo sepultan donde pueden, junto con un papel que introducen en un bote de conserva, en el que escriben quién yace allí y por qué murió.
Entiendo, desde esta perspectiva, que los descendientes de aquellos que fueron víctimas de la ira, cuya vidas fueron segadas por balas sin color disparadas por hombres con ideas cuajadas de odio, que recibieron sepultura en una tierra que a todos acoge por igual, pero echada sobre ellos con paletadas de rencor, que murieron, qué mas da al alba o con el crepúsculo, que sangraron la misma sangre roja, quieran recuperarlos para su honra y memoria. Los de uno y otro bando cayeron víctimas del mismo aborrecimiento, camuflado de colores distintos. Y, sobre todo, pagaron muy caro el precio de la carcoma moral que corroyó los pilares de una República que acabó sepultada bajo el peso de siglos de historia, porque nadie supo colocar adecuadamente los puntales que sostuvieran a una España herida.
Que unos y otros recuperen y honren a sus muertos es digno de respeto. Ellos son el pasado y nosotros somos el presente, que no deja de traer causa de las décadas pretéritas. Además, los unos y los otros forman parte del nosotros. Pero el presente no podemos construirlo sobre lo que esos muertos representan, por mucho que lo pretendan pescadores de río revuelto sin el menor escrúpulo en aventar las pavesas de la ira para situarse como buenos frente a malos que aún pululan por ahí.
La tierra que abandonan los personajes de Steinbeck es doblemente estéril: por seca, por invadida por el polvo y porque ya no les pertenece ni les pertenecerá nunca más. Tienen que sobrevivir en un medio hostil con la pegajosa compañía de una tristeza que se puede mascar; pero, armados de una inevitable esperanza que da fuerzas para afrontar el futuro, abandonan Oklahoma y parten hacia California. Allá, en el oeste, sitúan su tierra prometida, donde hay, eso creen, pan y trabajo. La mítica Ruta 66 se convierte en un río que arrastra a miles de seres, acaso sólo asidos, con la fuerza de su propia desesperación, a la perspectiva de un futuro mejor.
En España también recorrimos nuestra propia Ruta 66, en busca de la convivencia. Largos años de posguerra, de dictadura, acaban bajo el espíritu de la Transición. El sendero de la ira quedaba atrás y, mientras los españoles se sacudían el polvo de los zapatos, determinaron que no hay que recorrer el camino en sentido inverso, porque el futuro, seguro, deparaba algo mejor. Laín Entralgo describió qué precisábamos «una España en la que sin utopías ni mesianismos tengan decorosa realidad la libertad civil, la justicia, la ciencia y la decencia». Las cenizas de antaño deberían servir de abono a la convivencia de hogaño. Y en este proceso todos pudimos ser testigos de hitos como el día del referéndum, habla, pueblo, habla; o de las primeras elecciones democráticas; o del revuelo de un sábado santo en el que queda legalizado el Partido Comunista. Y como no hay paraíso sin serpiente, la fruta envenenada del 23-F, intento de retorno al siglo XIX felizmente atajado por S. M. el Rey, al frente de los españoles de bien que no querían convertirse en estatuas de sal.
Dice Alberto Vázquez-Figueroa que la historia dedica mucho más espacio a lo que hacen los hombres que a lo que sienten. Quizá quienes reviven ahora episodios tan dolorosos de nuestro aún reciente pasado quieran aproximarse, a través de sus sentimientos, a los de aquellos que yacen bajo tierra. Todos los sepultados tuvieron sentimientos, los unos y los otros, todos fueron víctimas de la misma no-España. Y justo será que a todos se llore. A todos. Pero al llanto de familiares, ay, se suman plañideras indeseables, que se mesan sus cabellos con rencor y ansia de revancha.
Hoy somos millones los españoles que no conocimos los rigores de guerra y posguerra. Creo que es nuestra obligación aventar humos; respetemos el dolor de quienes aún buscan los huesos de los suyos, pero rechacemos sin concesiones el uso partidista. Animemos a que cada cual honre a sus muertos y los conserve en su particular memoria, mantengámonos los demás a prudente distancia, no estorbemos ni permitamos que nadie estorbe. Y, sobre todo, clamemos con firmeza: nuestra Ruta 66 no tiene retorno. La ira quedó atrás. No dejemos que nuestra paz civil actual sea, en palabras de Montesquieu, «ese esfuerzo de todos contra todos».
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ es concejal en Zafra
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