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TRIBUNA EXTREMEÑA

Ángel Duarte In memoriam

MIGUEL ÁNGEL MELÓN JIMÉNEZ

Miércoles, 25 de julio 2007, 03:07

EL pasado domingo falleció en Sión (Suiza) el pintor y escultor extremeño Ángel Duarte. Sobre su obra de vanguardia, la crítica especializada ha escrito que significa una inflexión en el acomodaticio y abúlico panorama que envolvía las artes plásticas de la posguerra española, y de la universalidad de su arte dan idea sus exposiciones en prestigiosas galerías de Francia, Austria, Suiza, Alemania, Italia, Bélgica, Yugoslavia, Noruega, Polonia, Hungría, Rumanía, Israel, Holanda, Japón, Estados Unidos y España. Es posible, pues, que, vista la magnitud de sus creaciones, carezcan de importancia los detalles de mi relato, que sólo pretende aportar algunas claves que ayuden a entender mejor la personalidad del artista.

Ángel Duarte Jiménez nació el 22 de septiembre de 1930 en Aldeanueva del Camino (Cáceres), en la humilde casa de la calle del Mercado situada sobre la fragua de sus abuelos maternos. Consta en el Registro Civil que es hijo de Ángel Duarte María, de 24 años, telegrafista, y de Dominga Jiménez de Sande, naturales y vecinos de dicho pueblo. Sus primeros instantes, como si de algo premonitorio se tratara, transcurrieron acompasados por el repicar de los martillos y el soplido de los fuelles; sonidos y sensaciones que quedarían grabados para siempre en esos territorios de la memoria a los que raramente accedemos y que evocaría en la copia que realizó de La fragua de Vulcano, de Velázquez.

En agosto de 1934 la familia se traslada a Madrid. Allí el padre se empleará en la Compañía Nacional de Telégrafos hasta que sea movilizado al comenzar la Guerra Civil. Mis primeros recuerdos de la niñez se asocian con una fotografía colgada en el patio de la casa de mis abuelos en la que aparecen el artista y su hermano junto a su madre. Domingo, el pequeño, está sentado sobre una consola, y Ángel, de pie, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón; ambos visten de blanco y calzan sandalias. La madre, una mujer joven y esbelta, va de oscuro, ajena por completo a que no mucho después de ser captada por la cámara, en los últimos días que fue bombardeada Madrid, aquel fatídico 13 de febrero de 1939, la metralla de un obús iba a terminar con su vida y con la de una hija, Pilar, de apenas tres meses. Las bombas no saben de nombres ni entienden de edades, apuntan únicamente a los blancos que les asigna la muerte.

El final del enfrentamiento fratricida supone la extrañación forzosa de su padre en Ayora (Valencia), donde permanecerá durante cuatro años, y el regreso a Aldeanueva de dos niños en cuyas caras apenas ningún rasgo dejaba ver las penurias que habían soportado ni el dolor de la fatalidad traducida en tragedia. Junto a los tíos, sobreponiéndose a los acontecimientos que habían trastocado radicalmente su vida y la de los suyos, Ángel apura los últimos días de la infancia, ese tiempo que condiciona lo que somos después en la vida y durante el cual dejamos escrito, sin saberlo, una parte sustancial de nosotros mismos. Quienes en el pueblo le conocieron lo recuerdan como un muchacho de ojos vivaces, inteligente, inquieto y travieso, entregado a enterrar con travesuras el inevitable trauma de lo vivido. Su mayor pasión era observar minuciosamente cuanto encontraba a su alrededor y dibujarlo en el primer papel que tuviera a mano.

Más tarde, en Ayora, se reencontrarán ambos hermanos con su padre. De esa época conservo otra fotografía que tampoco traduce las vicisitudes que en tierras levantinas debieron experimentar y sobrepone la dignidad a cualquier otra consideración: impecablemente vestidos y peinados; de traje el padre, con pantalón largo y de oscuro, Ángel, y con pantalón corto, camisa abrochada hasta el cuello, calcetines blancos y zapatos relucientes, Domingo. Sus miradas a la cámara, desde un fondo de cortinajes, perdida en el infinito la de Ángel, certera y concreta la de Domingo, altanera y elegante la del padre, se convierten en prueba de su inconformismo para no doblegarse ante nada y lanzar un reto solidario a la esperanza.

En 1944 regresan a Madrid. Durante el día Ángel trabaja en un taller de orfebrería y por la noche acude a la Escuela Provincial de Artes y Oficios situada en la calle de la Palma; las madrugadas las reserva para las tertulias, inacabables, en el Café Gijón. Después vendrían los fracasados intentos de pasar una frontera cerrada, más allá de la cual vislumbraba París y cuanto significaba. La primera tentativa para cruzarla, en 1949, termina con el encarcelamiento y la celebración de su decimonoveno cumpleaños en la Dirección General de Seguridad.

A principios de los cincuenta el artista vuelve a Aldeanueva. Le gustaba pasar las horas dibujando la iglesia de Parte de Arriba desde el comedor de la casa de mis abuelos. De esa breve estancia se conservan varios óleos de paisajes (El Pozo hondo, El Molino) y un retrato poco conocido de una de mis tías que no se halla referenciado en ningún catálogo. Por esas fechas, el aspecto peculiar que le confería su gabardina provocaba entre jóvenes y mayores la sensación y el comentario de tener ante sí a un bohemio.

Tras cumplir el servicio militar, consigue por fin pasar a Francia y tiene lugar en París el encuentro con el exilio español. Forma junto con otros artistas el Equipo 57 y redacta su comprometido Manifiesto; sobreviven malvendiendo las obras que realizaron, convertidas hoy en piezas sumamente cotizadas por los marchantes de arte. El grupo se disuelve en los sesenta y cada uno de sus integrantes emprende un camino por separado. Ángel se establecerá en Sión, ciudad rodeada de montañas que le confieren aspecto de postal de ensueño y en la que desplegó todo el esplendor de su madurez creativa. Fuera del ámbito profesional, su vida estuvo marcada por otras tragedias de las cuales queda constancia fehaciente en los asientos del Registro Civil.

No me corresponde a mí, por cuestiones obvias y parcialidad evidente, reivindicar la figura de Ángel Duarte, pero prescindir de su obra es un lujo que no puede permitirse una región como la nuestra y concluir el proceso de su recuperación es tarea que debe llevarse a buen término por quienes tienen capacidad para ello. Esa será la mejor manera de culminar el postrimero reencuentro del artista con un pueblo y con una tierra que, en 1992, como emblema señero, situó en lugar destacado de la Exposición Universal de Sevilla una de sus más celebradas esculturas y que ahora ha colocado otra, a la altura de su Aldeanueva del Camino natal, en homenaje a cuantos, durante siglos, recorrieron la Vía de la Plata y acuñaron la imagen de una Extremadura de amplios horizontes y abierta al mundo, como lo fue este artista de dimensión universal.

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