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INÉS GALLASTEGUI
Lunes, 26 de marzo 2018, 09:13
Las educadoras Melani Penna y Yera Moreno se llevaron una sonora pitada la semana pasada al incluir en su decálogo para una escuela feminista en una revista educativa de Comisiones Obreras la propuesta de «prohibir el fútbol en los patios de recreo». En las redes sociales y en algunos medios las llamaron «radicales», «fascistas» y «feminazis». El sindicato se desvinculó rápidamente de su opinión. En España, meterse con el deporte rey es una jugada peligrosa. De roja directa. Sin embargo, la idea no es nueva. Cada vez más colegios e institutos están desterrando el balompié y lo sustituyen por otras prácticas lúdicas y deportivas menos violentas y más inclusivas. Y detrás hay algo más que una imposición revanchista contra un deporte mayoritariamente masculino: muchas horas de observación de estos lugares donde, durante 30 minutos y bajo la apariencia ruidosa y caótica del juego infantil, los niños y las niñas aprenden sin saberlo a jugar juntos o a pelearse, establecer relaciones jerárquicas o igualitarias, conquistar el espacio o compartirlo, ocupar el centro o conformarse con los márgenes. «El patio es un lugar educativo», reivindica Manuel García Guerra, director de un colegio cántabro en el que la mayoría de los chavales ya no quiere jugar al fútbol.
Algunos centros escolares decidieron pitar el final del último partido casi por azar. Hace cuatro años, durante unas obras, el patio del colegio Vilaverde-Mourente de Pontevedra quedó reducido a la mitad y la dirección prohibió el fútbol por falta de espacio. Para su sorpresa, el pequeño mundo del recreo se convirtió de un día para otro en un lugar más amable: «Los conflictos se redujeron, todo el alumnado usaba el patio por igual, no había un grupo pequeño de niños, siempre los mismos, ocupando el 80% del espacio. La solución a un problema recurrente en las reuniones del claustro -la exclusión de las niñas y las quejas de los más pequeños, que no tenían sitio para jugar-, llegó sin planificarla», contaba desconcertado el portavoz a un diario gallego. El cambio fue tan positivo que, cuando se acabó la reforma, el fútbol no regresó. Probaron varios juegos alternativos. Ganó el brilé.
Las sociólogas feministas Marina Subirats y Amparo Tomé abordaron la cuestión de una manera mucho más reflexiva, pero llegaron a idéntica conclusión. Pioneras de la coeducación, ya en los años ochenta investigaban sobre la transmisión de estereotipos sexistas en la escuela mixta, presente en montones de prácticas aparentemente inocentes, desde la atención que conceden los profesores a unos y a otras -«Por cada 100 palabras dichas a los niños, solo dirigen 74 a las niñas», reseña Subirats- hasta la escasez de referentes femeninos entre las figuras relevantes de la historia, la ciencia o la literatura. «Los niños no saben cómo es el mundo y creen que lo que ven es lo que debe ser», agrega. Y ven, por ejemplo, que la mayoría de sus docentes son mujeres, pero el 'jefe' es casi siempre un hombre.
La escuela androcéntrica
Tomé recuerda cómo desarrollaron su metodología de investigación-acción sobre el juego escolar. «Cuando poníamos de manifiesto el sexismo en la escuela, muchos profesores se echaban para atrás, porque era como ver en el espejo una imagen que no les gustaba. Entonces decidimos salir del aula y mirar los patios».
Y lo que vieron les impactó: el patio es una metáfora de nuestra sociedad, el paradigma de cómo los hombres y las mujeres están en el mundo de maneras distintas. Sobre todo en los colegios urbanos, donde el recreo se desarrolla casi siempre en una reducida pista de cemento, los chicos y sus pelotas monopolizan todo el centro y las chicas quedan relegadas a la periferia. Sus juegos no tienen cabida y, si tratan de ganar terreno, corren el riesgo de recibir un empujón, un balonazo o un insulto.
Su conclusión fue clara -el patio escolar es sexista-, pero la reacción casi unánime del profesorado era escéptica: «Nooo, ¡¿qué dices?!». «El contexto escolar, más que machista, es androcéntrico -explica la que fuera directora del Instituto de la Mujer-. El machismo se ve; el androcentrismo, no». Muchas características que se atribuyen a la naturaleza de cada género son, en realidad, fruto de una educación que se empeña machaconamente en reproducir los roles tradicionales. «A los niños se les estimula desde muy pequeños para asumir el protagonismo, imponerse, pelear, ser fuertes y aventureros; en las niñas se valora que sean monas, tranquilas, amables y cariñosas, y que estén pendientes de las necesidades de los demás. A ellos se les regalan más bicicletas, pistolas o balones, juguetes para estimular la acción y el movimiento; a ellas, muñecas y cocinas para que aprendan a cuidar de otros», explica Subirats.
Educar la mirada de alumnos y docentes fue clave. «Cuando veían los vídeos que habíamos grabado, muchas niñas y algunos niños saltaban: '¡No hay derecho!'», recuerda Tomé.
Coinciden en que la solución no es prohibir. Tampoco obligar a que los partidos sean mixtos desde ya. «Si ellas no saben jugar, les dan una paliza. Hay toda una metodología para favorecer su incorporación», subraya. El objetivo es combinar actividades y reivindicar los juegos típicos de las niñas: «Que las chicas jueguen al fútbol es solo la mitad del trayecto».
Subirats y Tomé plasmaron sus experiencias en el libro 'Balones fuera' (ed. Octaedro, 2007) -«En aquel momento pasó desapercibido; era predicar en el desierto»- y ahora, desde la asociación CoeducAcció que fundaron con otras investigadoras, colaboran con arquitectas en el rediseño de patios que favorezcan la diversidad. La apuesta de futuro es un patio «tridimensional», explica Tomé, con zonas bien diferenciadas: una dedicada al juego motriz, donde se promueve la actividad física; otra de «calma y tranquilidad» para juegos reposados o para hablar; y una tercera de contacto con la naturaleza, que puede incluir pequeños huertos, plantas ornamentales y algunos animales.
Casi en la misma época en que las sociólogas catalanas iniciaban su pequeña revolución, a 700 kilómetros de distancia, el profesor de Educación Física Víctor Mazón llegó al colegio Marqués de Valdecilla de Solares (Cantabria), donde los docentes mayores aún se sumaban a los juegos del recreo. «Yo soy un maestro a la antigua», señala Mazón, ya jubilado, que sin embargo es creador de un innovador programa para convertir la media hora de pausa entre clases en un tiempo educativo.
¿Es malo el fútbol para los niños? Por sí mismo, no. Pero su lugar simbólico en nuestro mundo, el fabuloso negocio que genera y la irracional mitificación de sus estrellas lo convierten en un foco de conflictos. Muchos chavales no juegan relajados: están sometidos a una fortísima presión para convertirse en Messi o Ronaldo; el rival es el enemigo. Eso genera «comportamientos agresivos, mucha competitividad, exaltación de los mejor dotados, mucho individualismo, escasa valoración del compañero, nula creatividad y mucho sexismo», recuerda el maestro cántabro. Manuel García Guerra, junto al que escribió el libro 'Los recreos divertidos', lo corrobora: «Como profesor de Educación Física, quiero que hagan ejercicio, pero estoy en contra de lo que rodea al fútbol. En todos los deportes hay competición, pero en un partido de baloncesto o de tenis el ambiente es más sano».
- ¿No teme que, al limitar la práctica del fútbol, los escolares hagan menos deporte, en un país con tantos niños obesos?
- Para nada. Los juegos propuestos en su mayoría son activos. Justo lo que se pretende es que los recreos sean activos para la mayoría, no solo para los que juegan al fútbol.
Cada uno en su colegio, estos dos maestros de generaciones distintas aplicaron su propio 'librillo'. El profesorado, en vez de 'vigilar' el patio, se implica activamente en la gestión del recreo, con ayuda de los alumnos mayores. Cada semana se propone una actividad alternativa y se anima a todos a aprender su práctica. Hay más de treinta, desde el corro y la goma hasta la sokatira o los zancos, pasando por juegos tradicionales como las canicas o las tabas.
García Guerra comenzó a desarrollar el programa hace ocho años en el colegio Francisco de Quevedo de Villasevil de Toranzo (Cantabria), que tiene la fortuna de contar como patio con «una pista de fútbol y un bosque». Todo es voluntario, pero en algunas actividades ha alcanzado el 100% de seguimiento. «No se trata de imponer, sino de facilitar», concluye este joven maestro, que dejó de aplicar el programa hace un par de años porque «ya no hace falta».
En los últimos años, escuelas, ayuntamientos y alguna comunidad autónoma han iniciado cambios con el objetivo de meterle un gol a la desigualdad. Algunos centros han declarado un par de días a la semana 'jornadas sin balón'. Otros van más lejos. Uno de los programas más ambiciosos es el del Gobierno Vasco, que implica a 256 centros educativos.
¿Y qué pasa cuando se acaba el partido? Amparo Tomé asegura que el cambio es espectacular: los chavales empiezan a conocerse unos a otros, caen estereotipos, mejora la integración de todos los alumnos y se establecen relaciones más fluidas entre niños y niñas. Todos ganan.
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