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ENRIQUE FALCÓ
Domingo, 7 de febrero 2010, 01:09
NO nos llevamos bien últimamente. Si fuéramos pareja diría que no atravesamos por nuestro mejor momento y, además, les confieso que al empezar estas líneas no era otro mi propósito que el de asestar una dura crítica a la fiesta carnavalera pacense, que últimamente me tiene hasta los guindos. ¡Y es que es verdad! Ya estoy hasta las narices de encontrarme borrachos por la calle a todas horas, de las peleas, de la mierda acumulada en las calles. El concurso de murgas es eterno y no sabes cuándo empieza ni cuándo acaba. El desfile del Carnaval de los Domingos es largo y aburridísimo y no hacen más que meter ruido con los puñeteros silbatos y tambores. Siempre hay uno tocando el tambor hasta las 11 de la mañana. ¡Y es que tiene narices! Estás tan tranquilo en un bar y se meten tres 'animadores' con una caja y un par de bombos y empiezan a hacer ruido sin que nadie se lo pida. En esta ciudad todos llevamos dentro un percusionista frustrado y en cuanto agarramos un par de baquetas nos creemos que somos Phill Collins, porque si no es que no lo entiendo. Moverte en coche es imposible y, si no tienes la suerte de tener plaza de garaje, es muy probable que tengas que comprarte retrovisores nuevos porque te los destrozan los borricos que confunden diversión con libertad ilimitada para dañar. ¡Especie de calabacines diplomados! ¡Banda de ectoplasmas ¡Mil millones de rayos y centellas! ¡Acabaréis vuestros días en el cadalso!
Pero ahora que estoy más calmado les contaré un secreto, tan implacable como cierto. Y es que somos prisioneros del tiempo. Y el tiempo nos enseña que hay que vivir el presente, pensar en el futuro y recordar el pasado, y ese es el obstáculo que encuentro a la hora de darle un poquito de matarile al Carnaval. El pasado. Aquellas noches de niños, en el Big Ben con nuestros padres, mientras los Ad Libitum disfrazados de Vikingos cantaban aquello de 'Odín, Odán, con la goma no siento ná' (a mediados los 80 los preservativos estaban más de moda que nunca) y todo el bar partiéndose el pecho de la risa. O esas retransmisiones televisivas puntuales desde el Teatro Menacho que se hacían únicamente por Carnaval y que ahora nos parecen tan normales, donde asistí al nacimiento de 'Los Agüitas' y me despiporraba con 'Paco el Cerillo' y su murga 'Josefina, Napoleón, y un soldado'. Mi Padre, Enrique García Calderón, fue durante dos años seguidos el pregonero de la asociación de vecinos de Pardaleras y aquellas dos noches fueron inolvidables. Qué manera de jugar con los niños del barrio, todos disfrazados, de reírnos con las murgas. Allí darían sus primeros pasos algunos jóvenes pero veteranos murgueros de formaciones como 'Los Niños', indispensables en nuestro Carnaval. ¡Y qué discursos de mi padre! Yo casi no entendía nada, pero era mi padre y era el mejor. Qué manera de aplaudirle. '¡Viva el padre de Enrique!' gritaban mis púberes amigos, tan orgullosos como yo.
Y ya de adolescente, ¡qué recuerdos! Botellones interminables en los Cañones. Bailando en los bares hasta el amanecer. El anís y las perrunillas en San Roque y las 16 horas seguidas que tenía que dormir para recuperarme de tanto trajín.
De acuerdo, será que me estoy haciendo viejo y un poquito gruñón, ya no tengo 20 años ni las ganas de entonces, pero aún así creo que me he dejado llevar por los aspectos más negativos del Carnaval, y eso en mí, que soy un optimista nato, es algo rarísimo. Perdonadme pues amigos carnavaleros (Raúl Cantero, David Reales, José Luis Lorido, Antonio Valenzuela, Pedro Wichar y tantísimos que sois) y ayudadme a recordar todos aquellos buenos momentos y mostradme lo mejor de los Carnavales de hoy para que nunca vuelva a comenzar un artículo criticando unas fiestas tan queridas de mi ciudad. Quizás sería el momento este año de que me invitarais a asistir a la final del concurso de murgas, a ver qué sensaciones recorren mi piel, o de llevarme a rastras el Domingo de Carnaval a ver el desfile, o de que mi amigo Javi desempolve las viejas batas de médico con las que años tras años nos disfrazábamos inventando el más práctico, económico, cómodo y calentito disfraz de carnaval. Debería, ¿por qué no?, meterme a tocar la caja en una comparsa o colaborar en las letras de algunas murgas como también hizo mi padre. Así a lo mejor algún día me nombrarían pregonero de la asociación de vecinos de mi barrio y mi hijo disfrazado y feliz junto con sus amigos aplaudiría orgulloso a su padre, como hice yo.
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