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Recetas para recuperar el oído
SOCIEDAD

Recetas para recuperar el oído

La vida de Huecco incluye paradojas como que hoy esté en Miami, bañándose con su hija de dos años en South Beach, y mañana se suba a un avión con destino final en Ribera Oveja, una alquería en mitad de la comarca cacereña de Las Hurdes

PPLL

Miércoles, 28 de julio 2010, 04:24

La vida de Huecco incluye paradojas como que hoy esté en Miami, bañándose con su hija de dos años en South Beach, y mañana se suba a un avión con destino final en Ribera Oveja, una alquería en mitad de la comarca cacereña de Las Hurdes. Un pueblo mínimo (99 habitantes) que se atraviesa en coche en medio minuto, y que no tiene ni ayuntamiento ni hogar del pensionista ni tienda ni bar. El que quiera tomarse una cerveza fresca que la saque del frigorífico, que se la pida al vecino o que se vaya a Casar de Palomero, el pueblo más cercano y del que depende administrativamente.

Iván Sevillano (Madrid, 1974), compositor y cantante, es dueño de un universo salpicado de contrastes. Su música suena a modernidad absoluta, pero él aspira a jubilarse como cantante de boleros. «Es un género muy respetable. Y es mi preferido», revela sentado en la cocina de la casa del pueblo. Una casa típica, con bodega, escalera estrecha y robustas paredes de piedra que no dejan pasar el calor. Tan típica que a la puerta se ha sentado una paisana con su cubo de habas por pelar. Debe rondar los ochenta, pero guarda el suficiente brío como para levantarse como un muelle a saludar al mozo que se le acaba de aparecer. «¡Mi niño, Iván, cuánto tiempo.! Te he visto alguna vez por la tele, pero mu' deprisa... ¡Qué guapo estás! ¿Y tus padres?».

Hay que despojarse de clichés, enterrar todos los prejuicios, para no sorprenderse al ver a un tipo vestido con bermudas y chancletas, el pelo recogido en rastas, agachándose a recoger de su propio huerto un par de lechugas con una pinta estupenda. «Son ecológicas -advierte-. Ni pesticidas ni nada de eso. Esta noche las laváis bien, le echáis por encima un chorrito de aceite bueno y para qué quieres más.».

El lugar que el artista elige para sus veranos es una mancha blanquecina en medio del verde, la etiqueta distintiva de una comarca en la que está prohibido hablar de Luis Buñuel -aún escuecen las heridas de su documental 'Tierra sin pan'- y que con los calores de julio empieza a no quitarle el ojo al monte buscando el humo de los malditos incendios. Hoy, Ribera Oveja, que llegó a tener casi ochocientos vecinos y su propia cárcel, es un conjunto de casas humildes a las que se ha ido sumando en los últimos años algún que otro chalé con piscina. Y con el río a tiro de piedra. La diversión, de hecho, está en el río. «El bañito al mediodía sí que no lo perdono. Yo necesito venir al pueblo. La ciudad te acorta la vida y el pueblo te la alarga». Será, quizás, porque mientras está en él no le saca de la cama el despertador, sino los bocinazos del panadero a eso de las diez. «Si puedo, me levanto yo a por el pan de hogaza, y si no, me lo coge mi madre o algún vecino. Y si no me despierta el panadero me despiertan los pájaros, que a las seis de la mañana ya cantan que no veas».

«En Madrid huele a gasoil»

Una vez desperezado baja a revisar cómo van los huertos, le echa un vistazo a las tierras, a ver cómo andan de fusca, y el bañito en el río. Luego, a respirar. A oler los pinos, los eucaliptos, el romero. «En Madrid huele a gasoil. Te vas a reír -previene-, pero uno de los motivos por los que me gusta tanto el pueblo es porque escucho el silencio. Yo aquí recupero oído. De verdad. Será una tontería, seguramente no tendrá una explicación médica, pero yo siento que después de unos días aquí, escucho mejor».

Y come como en ningún sitio. Gracias, por ejemplo, a los huevos de Trillo. De sus gallinas, que están sueltas por la parcela. Quien le descubrió al cantante los placeres rurales fue su abuelo, «un icono en mi vida por todo lo que me enseñó». Desde los ocho años, sabía que en el pueblo tocaba levantarse a las cinco de la mañana para irse con el abuelo. Cargaba con el sacho -'zacho', lo llaman aquí-, y echaba la mañana labrando las tierras. «Fue un hombre adelantado a su tiempo. Hace 25 años trajo a Ribera Oveja los kiwis, para empezar a cultivarlos. No diré que fue el primero de España porque sonaría pretencioso, pero sí te digo con seguridad que fue el primero de Extremadura. Yo le decía 'pero abuelo, por qué me levantas tan pronto si yo tengo claro que voy a estudiar', y el me respondía 'por eso precisamente, hijo, para que sepas lo que te espera si no estudias'. Consiguió que llegara a Madrid y devorara los libros».

Hoy, la lectura no es lo que más tiempo le ocupa en sus vacaciones. Prefiere sentarse a escribir. O a componer guitarra en mano. La primera que tuvo se la regaló, cómo no, su abuelo. «La tocaba a la hora de la siesta, y además lo hacía fatal. Hacía un ruido tremendo. Los vecinos del pueblo se pillaban unos rebotes.». A lo peor como castigo, el abuelo le llamó un día y le mandó ponerse a las órdenes de uno de esos vecinos hurdanos. «Nos tiramos todo el día pintando letreros por el pueblo. Se hacía con plantilla, y me tuvieron de aquí para allá, subido a una escalera pintando letras. Al acabar, pregunté '¿pero no me vais a pagar nada?' Y me respondieron 'encima que te hemos enseñado un oficio'. Ahora ya no queda ni una letra de las que yo pinté».

No quedan sus letras ni otras muchas cosas. Como todas Las Hurdes, la alquería tiene poco que ver con lo que era hace unos años. Cada pueblo tiene todo lo que se le pide a un asentamiento humano del siglo en el que vivimos. Esto es: buena carretera, supermercado, campo de fútbol, banco, paseo con bancos y sitios para que duerman los turistas. Ahora, además, le ayuda la marca del ecologismo, de la vida lenta. Una propuesta que a Iván Sevillano le seduce tanto que no concibe otro futuro más que el de su pueblo. «Hace poco, en un concierto en Austin (Texas, Estados Unidos), saludé, al empezar, diciendo 'From Ribera Oveja, Extremadura, Spain'. Aquí es donde yo me veo dentro de treinta años, con mi familia, mi hija, mi hijo si lo tengo algún día, mi huerto, cantando boleros por ahí». Su pequeña de dos años, que vive con su madre en Los Ángeles, tendrá bastantes más y dejará de maravillarse cada vez que se topa en el pueblo con una gallina. «Le encanta venirse aquí conmigo. Salimos a pasear y alucina. Me dice '¡papá, gallinas!'». Ahora anda liado con arquitectos de Plasencia que le están diseñando la ampliación de una de las dos casas que tiene en Ribera Oveja. La reforma incluye un estudio musical. «Vivir todo el tiempo en el pueblo es complicado porque ando siempre pendiente de viajes. Pero lo que sí voy a intentar hacer es que mi centro de operaciones no esté en Madrid, como ahora, sino en Ribera Oveja. Vendré en invierno. Me tira mucho la idea de estar una tarde gris en mi estudio, viendo llover fuerte, viendo por la ventana el agua que va cayendo al río. Esa imagen, con la guitarra. Qué maravilla. Es otra historia».

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