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La isla de los chamanes
SOCIEDAD

La isla de los chamanes

El lago Baikal es una de las maravillas del planeta y en medio está Olkhon, el lugar más sagrado para los buriatos y centro de vibraciones mágicasVIAJE TRANSIBERIANO/CAP.12ÍÑIGO DOMÍNGUEZHotel de Nikita, un ex-campeón ruso de ping-pong, que ha montado un complejo de cabañas muy popular entre guiris y mochileros.Chamán que canta, un pelín desafinado, y toca el pandero. Sólo así le hacen caso los espíritus. Al menos, eso dice.Un barquito solitario y una puesta de sol interminable causan efecto: te dejan embobado, con la mirada perdida en el infinito. ¡Magia de la buena!

PPLL

Domingo, 15 de agosto 2010, 02:17

El viajero está en la puerta de su hotel de Irkutsk a las ocho de la mañana medio atontado. Más de lo normal, para ser precisos. Ha madrugado sin dormir mucho para someterse a un tratamiento de choque y ponerse por fin al día con el huso horario. Esta vez ha ido demasiado lejos: en Irkutsk sólo hay una hora menos que en Tokio. Así a lo mejor duerme en las seis horas de furgoneta hasta la isla de Olkhon, en el lago Baikal. Es famosa por su belleza, pero también por el rollo mágico. Es un centro espiritual de los chamanes buriatos. No es una tontería, resulta que 'chamán' es una palabra siberiana. Todos levitan cuando hablan de la isla. «Ah, aunque vayas unas horas es suficiente, tiene tal potencia que sientes su energía y te purifica», le dice encandilada la chica de recepción. Al viajero le emociona más que no hay mosquitos. En el hotel también hay carteles que ofrecen 'Visita a chamán y rito purgatorio, 9.000 rublos (más de 200 euros)'. En fin, es la moda excursionista de por aquí. También el viajero probó el ciripolen cuando fue a Las Hurdes.

La cita con la furgoneta es a las ocho, pero el tipo llega a las nueve y sin saludar. Lo demás irá perfectamente. Hace algunas paradas más hasta que mete once personas y una niña. Luego pillan el atasco de Irkutsk del martes por la mañana y hasta las diez no están en la carretera. A las once para a comer. Luego vuelve a detenerse a comprobar una rueda. Se pone a darle patadas. Cuantas más patadas le da, peor cara se le pone. El pasaje duda si bajar y dar entre todos una paliza a la rueda, para que se quede tranquilo. Al final parten, pero a la hora se para a cambiar la rueda. No debía de estar tranquilo. Los pasajeros tampoco. En Rusia no hay autopistas, pero este hombre va a 120 por hora por una carretera comarcal.

De vuelta a la ruta para otra vez a echar gasolina. Reposta sin parar el motor y fumando. El viajero se baja a contemplar la explosión, pero no ocurre nada. Así que, como otras cosas, está prohibido pero se puede hacer. Luego empieza una pista de arena. Entra tanto polvo que se pueden hacer dibujos en el cristal, pero por dentro. La gente tose y se pone pañuelos en la cara. Cierran las ventanas, pero la temperatura se dispara y el polvo casi se mastica. Cada cual lo lleva como puede hasta que aparece el lago. La isla se ve enfrente, aunque esto es la esquina de una extensión de agua de 600 kilómetros de largo y 80 de ancho. Pasan en un pequeño ferry.

Al final, más de siete horas de furgoneta. Los pasajeros han ido dormidos como muñecos, sin apoyar la cabeza. No se habla y mirar a alguien que duerme tiene algo de pecado, no se hace, así que son siete horas de pura abstracción mental. Quizá es el rito iniciático para llegar a Olkhon. Sin embargo, la isla es un secarral y el viajero, bastante machacado, empieza a pensar que ha hecho el tonto. Por fin llegan a Kuzhir, el único pueblo de la isla. Le dejan en casa de Nikita, un ex-campeón ruso de ping-pong que ha montado un hotelito de cabañas muy mono citado por las guías. En Irkutsk ha visto los primeros turistas y aquello está lleno de guiris mochileros. En recepción le atienden mozas con vestidos bucólicos. Le preguntan si es vegetariano. El viajero se da cuenta de que es uno de esos sitios en armonía con la naturaleza, donde tocan la guitarra y sienten las vibraciones del cosmos. Seguro que se liga y se ponen de porros hasta el culo. Es un lugar muy agradable.

Come algo y se echa en la cama. Abre el ojo a eso de las siete. Ha bajado mucho la temperatura y el color del cielo es crepuscular. Ya descansado, el viajero recuerda los datos tremendos que ha leído del Baikal para asumir la trascendencia del lugar. La isla en la que está haciendo el vago es la cúspide de una gran montaña submarina en el lago más antiguo del mundo, unos 25 millones de años, y el más profundo, más de 1.600 metros. Se cree que es el último charco del mar que cubría Siberia y tiene 1.200 especies únicas, prehistóricas. El agua, la más límpida del mundo, es de un azul y una transparencia sobrenaturales. Se siente vértigo al mirar abajo, porque a simple vista se ve hasta cuarenta metros. Si la humanidad se quedara sin agua, con este lago tendría para 40 años.

En fin, que el viajero está en un lugar especial. Pero no acaba de verle la gracia. Piensa que le será más fácil si sale de la habitación y va a dar un paseo. Deja el poblado por una valla y a los cien metros se topa con una visión majestuosa. Estaba equivocado, merecían la pena siete horas de furgoneta. Es un atardecer grandioso. Ante él se abre un acantilado de pinos sobre una hermosa bahía, sumida en el silencio y surcada por aves. Ante nubes colosales que filtran la luz en haces inesperados siente una cautivadora sensación de paz. Como sucede con cierta música clásica y algunas arias de ópera, se desliza de forma fluida en un repentino estado comprensivo y amable de la vida. Hay una playa infinita junto a un bosque. Los chamanes sabían lo que se hacían.

La puesta de sol es interminable e invita a quedarse embobado. Pero son las nueve, la hora de cenar, y en eso el viajero no perdona. Aunque hay hígado, tenía que haber dicho que era vegetariano. Cuando vuelve, el atardecer sigue. Hasta la policía del pueblo ha aparcado el coche en el acantilado para ver el paisaje. Aquí y allá hay árboles forrados con telas de colores, ofrendas según los usos chamánicos. También dejan cigarrillos, galletas y botellas.

Nota sensaciones extrañas, como un efecto óptico desconcertante. Las personas parecen más grandes en el paisaje, como si se movieran en una miniatura, o como si las distancias y las proporciones no fueran las que se imaginan. En una loma divisa un grupo. Es un chamán dando una charleta a veinte personas sentadas en el suelo. El chamán, con una barriga importante y que parece majete, les está contando la pena de Murcia en ruso. A veces canta, desafinando un poco, y da unos toques a un pandero. Según lo que ha leído el viajero, es esencial para comunicarse con los espíritus. No sabe si este hombre va en serio pero, al margen de turistadas, para los buriatas la isla es un lugar elegido de contacto con las voces de la tierra. Hay una cierta lógica: el lago surge entre dos placas tectónicas. Tiembla a menudo.

El chamanismo es la fe ancestral de Siberia. Normal que crean en la energía chamánica, porque aquí no ha llegado la luz hasta 2005. Tampoco hay agua corriente. En este mundo de naturaleza devastadora el viajero supone que tras la primera noche al raso creería en media docena de espíritus. Y en invierno estaría poniéndoles flores o un piso si hace falta. Basta pasar miedo para creer en lo menos pensado. El viajero recuerda además sus confusas y amenas lecturas de Lévi-Strauss. Contaba que las culturas primitivas poseen un conocimiento exhaustivo de su mundo y hay tribus que ven Venus de día, su vista no se ha deformado. Estamos saturados de ciencia pero no sabemos nada. Al viajero le da vergüenza pero no sabe identificar más de cuatro árboles. Estos ritos provienen de los orígenes del hombre, cuando vivía rodeado de misterio, y es que hoy tienes todo en Internet. Aunque sigue habiendo cosas inexplicables, porque Lady Gaga es famosa y nadie sabe por qué. Es fácil caricaturizar a este chamán de turistas, pero los chamanes fueron perseguidos y fusilados en el estalinismo como los curas ortodoxos o los monjes budistas. Colin Thubron, en su estupendo libro sobre Siberia, cuenta que en 1931 había, sólo en la región de Tuva, 725 chamanes, y 314 eran mujeres. Ahora han resurgido como médicos o psicólogos. Aunque habrá mucho gañán del planeta Ganímedes, como el mago Carlos Jesús.

Chapuzas por teléfono

El viajero se aleja y descansa bajo un árbol. Se siente en comunión con la naturaleza, como se suele decir. Por eso hacen falta siete horas de furgoneta. En cuanto sean dos por autopista este lugar se acabó. Ya se lo están cargando con una incipiente contaminación y como lugar de veraneo. Le saca de su éxtasis una llamada del banco. Está en números rojos y no ha pagado el alquiler. Resulta que no le han ingresado un dinero que esperaba. Llama al periódico a ver qué pasa -es que ha habido un error- y luego, a casa para que hagan una transferencia por Internet. Pero es una de esas conversaciones del 'Apolo XIII': «Ahora vas a la derecha, donde dice operaciones, haces clic. Que no, que he dicho a la derecha». Se acaba siempre discutiendo. Encima arrastra desde hace días otro lío con una empresa de mensajería que le ha equivocado dos envíos: ha mandado a Jerusalén un paquete de Bilbao y viceversa. Se le hace muy raro estar en un confín siberiano de energía primitiva, intentando entrar en contacto con lo inmediato, volviendo a lo sensorial, y andar arreglando chapuzas por teléfono a miles de kilómetros en el mundo virtual. El móvil puede ser un invento terrible. La vida moderna le parece absurda y piensa en arrojar el aparatito al lago junto a osamentas de ejércitos de Gengis Khan.

De mala leche, baja a la orilla para limpiarse de energía negativa. Mete el pie en el agua sacra. Está helada. Si cesaran sus 336 afluentes, el Baikal tardaría 400 años en vaciarse. Almacena agua de siglos, bañarse es como sumergirse en el tiempo. Quizá el viajero toca por unos instantes partículas de agua que resbalaron sobre la piel de un cazador del neolítico. Le recuerda a un amigo suyo, cuyo sueño es ver a Greta Garbo nadando desnuda a su lado. En el lago Baikal se experimenta una rara sensación de pureza.

De regreso a las cabañas, ya de noche, prueba la 'banya', la sauna rusa. En una pequeña sala de madera con alta temperatura se echa cubos de agua caliente y fría. El viajero goza de esta simplicidad, mientas al otro lado de la pared alguien muy relajado canturrea una canción. El ruso puede ser un idioma muy dulce. Se duerme entre resplandores silenciosos de tormentas lejanas. Al día siguiente encuentra al chamán desayunando y luego coge su autobús. Está hablando por el móvil.

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