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Joaquín Vicho talla madera ante la atenta mirada de su biznieto Alexánder. :: CASIMIRO MORENO
Una sonrisa de 104 años
REGIONAL

Una sonrisa de 104 años

El codoserano Joaquín Vicho es uno de los 220 centenarios de la región, entre los que abundan más las mujeres

A. RODRÍGUEZ

Domingo, 21 de noviembre 2010, 01:30

Guarda en la mirada el reflejo infinito de una vida llena de recuerdos. No todos son buenos y cuando desgrana algunos todavía se le escapa algún suspiro o una lágrima. Joaquín Vicho nació en una casa de La Tojera, un caserío de La Codosera (Badajoz), el 14 de agosto de 1906.

Ha visto con sus propios ojos despertar y agonizar un siglo lleno de hitos históricos que recuerda como el trasfondo de su misma vida llena de luces y de sombras. Su existencia arranca con el inicio de la era moderna y ahora, con 104 primaveras, asegura que «ha visto muchas, muchas cosas».

Como él, 220 personas superan los 100 años en Extremadura. 128 en Badajoz y 92 en la provincia de Cáceres, con una mayoría aplastante de mujeres (153 frente a 67 varones), según el INE.

Joaquín creció en una familia de nueve hermanos y con sólo ocho años empezó a trabajar para echar una mano en casa. Su primer jornal lo ganó con 11 años y fue una chiva. Durante su larga vida ha desempeñado muchos y muy diferentes oficios: trabajó como pastor, realizó labores en el campo, transportó y almacenó costales... Pero su verdadera vocación era la carpintería.

«Se le daba muy bien trabajar con las manos y sobre todo el corcho», resume emocionado su único hijo, que se llama también Joaquín. La carpintería ha sido, sin duda, su verdadera vocación, esa por la que uno siente pasión. A día de hoy, el anciano visita a diario el taller de ebanistería que regenta el menor de sus nietos: Miguel Ángel.

El oficio pasó de padre a hijo y de éste a sus tres vástagos, que hoy lo desarrollan en diferentes lugares de la geografía española, todos ellos con el mismo mimo y dedicación que aprendieron del abuelo Joaquín.

Sentado en un banco de la Ebanistería Vicho, en La Codosera, el patriarca de la familia recuerda su vida con una mueca agridulce. Rememora cómo pasó de ser un joven divertido y dicharachero al que le gustaba componer serenatas para las jóvenes de su pueblo a convertirse en un adulto taciturno marcado por la muerte de su hermano Juan en un accidente de carro, cuando apenas tenía 18 años.

El codoserano tuvo suerte durante su servicio militar y se salvó de la que él llama la guerra de Melilla (en realidad la Guerra del Rif: un enfrentamiento originado en la sublevación de las tribus rifeñas, región montañosa del norte de Marruecos, contra la ocupación colonial española y francesa). Su hermana María trabajaba en casa de un capitán del ejército del regimiento Castilla y, gracias a aquella feliz coincidencia, Joaquín sirvió a su patria en Badajoz.

Con 24 años se casó con María Carretero, una chica de 19 años natural de La Tojera, que fue su compañera inseparable hasta hace 20 años, cuando falleció. «Nunca echó una lágrima por mi causa. Le di todos los gustos que deseaba», asegura orgulloso.

El matrimonio tuvo cinco hijos, tres niñas y dos niños, pero sólo Joaquín (hijo) sobrevivió y también él les dio un susto cuando era adolescente. Enfermó de tuberculosis y tuvo que pasar varios años recluidos en diferentes sanatorios. «Las penas más grandes de mi vida las pasé con la enfermedad de mi hijo», reconoce afligido.

Su único heredero nació en el año 1936 y cuando sólo tenía tres meses su padre tuvo que huir a Portugal a esconderse. «Yo trabajaba en Badajoz por aquella época y un día se presentaron un guardia civil y un delegado de la Casa del Pueblo y nos dijeron que teníamos que hacernos todos el carné de dicha entidad. Cuando llegó la guerra, yo lo tenía, por tanto, y tuve que huir por esa razón. A dos vecinos míos los mataron por eso y no podía jugármela», explica.

Refugiado en Monforte (Portugal), situado a unos 50 kilómetros de su pueblo, pasó unos seis meses, pero tuvo que regresar cuando le llamaron a filas. La primera vez pudo evitar el frente y regresó a tierras lusas, esta vez acompañado de su mujer y su hijo. Pero hubo una segunda vez y aquella fue la definitiva.

Pasó nueve meses en el cuartel de ingenieros de Sevilla. «La instrucción era muy fuerte para mí, que entonces tenía 33 años, así que le pedí a un capitán que me diera otra ocupación y tuve suerte. Me dediqué a controlar una máquina aserradora dados mis conocimientos de carpintería», recuerda. Allí estuvo hasta que acabó la guerra, lo más duro era lo que fabricaba con aquella máquina: cajas que servían para dar sepultura a los cuerpos de sus compañeros caídos en el frente.

El centenario habla poco de aquellos meses, según su hijo Joaquín. «Estaba muy abatido por todo lo que había visto y decía que había sido muy duro. Siempre que le preguntábamos decía que bastante malo fue vivirlo como para tener que recordarlo», refiere. De vuelta a casa tuvo que trabajar duro durante los difíciles años de la posguerra y volver a separarse de sus seres más queridos: su mujer y su hijo.

Todavía le esperaban algunas aventuras más. De nuevo cruzó La Raya y durante un tiempo trabajó en Portalegre e incluso barajó la idea de cruzar el charco y marcharse a Argentina. «En el pueblo todos los fugitivos de la guerra estábamos controlados por gente que informaba a la Guardia Civil. Las cosas no salieron bien, porque no conseguí el visado y volvimos a La Codosera», resume vivaracho. Años más tarde, y después de muchos avatares, consiguió su propia carpintería y con ella ha llevado una vida humilde pero feliz.

Joaquín es ahora un centenario entrañable y encantador. Todavía se pasea por su pueblo y visita las tiendas para comprar la única debilidad que ha mantenido durante años: las galletas de coco.

Goloso y de buen comer, cuenta Francisca, su nuera y ángel de la guarda, que todavía hace tres comidas al día. Su momento favorito es la hora de salida del colegio. Los dos biznietos que viven en el pueblo, Zaira, de tres años, y Alexánder, de ocho, corren a su casa a darle un abrazo.

A Joaquín le encanta comprarle chucherías y pasear con ellos. Es un hombre familiar y lo primero que sale por su boca son palabras de agradecimiento para con los suyos. Tiene tres nietos y seis biznietos y vive al lado de su hijo y su nuera en una casa que conserva exactamente igual que cuando murió su mujer.

Asegura que sigue en este mundo gracias a los cuidados de los suyos y que el cariño que recibe es la mejor medicina para su vieja alma. Viendo cómo lo tratan y lo miman todos ellos, no es de extrañar que siga viviendo muchos, muchos años.

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