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MARTÍN OLMOS
Lunes, 7 de marzo 2011, 12:07
Hubo hombres en España con un espantoso oficio. Eran el último eslabón de la justicia del Talión, los que convertían en hierro la sentencia de la toga, que se escribía con las manos limpias y llevando el cuidado de no manchar con la tinta las puñetas de la manga. Hubo hombres en España que tuvieron el oficio de matar y a esos les quedaba en la mano la viruta del hierro del garrote y el sudor en la camisa de esforzar otra vuelta a la corbata, esos se iban a casa en vagones de tercera, con el tajo cumplido y el olor de la muerte en el gabán. La muerte no huele a incienso y los muertos sacan la lengua, la muerte huele a mierda si el reo se fue del vientre, de puro miedo, al comparecer, y huele a último aliento, que apesta a ocena y es por el que dicen que se escapa el alma.
El verdugo de Madrid Áureo Fernández Carrasco, que ganaba dieciocho duros al mes, más un plus de cincuenta pesetas por ejecución, solía repetir: «Porque no soy yo el que mata, compréndanlo ustedes. La que mata es la Ley». Y decía también que su dinero valía como el de cualquiera y, sin embargo, mientras al fiscal le reservaban el mármol en el velador y le convidaban a anís con azucarillos, al verdugo no le daban pensión en la plaza donde le tocase el oficio y tenía que echar la noche en un camastrón de tabla, en un calabazo contiguo al del hombre que tenía que matar, y conciliar el sueño oyéndole los padrenuestros.
El verdugo español, que fascinó a Cela, a Baroja y a Emilia Pardo Bazán, solía venir de la marginación y de la huerta seca, de la sobra de la milicia chusquera y de la mina cerrada y al final era un pobre hombre que quería quitar el hambre. El verdugo español manejaba el garrote y apiolaba por descoyunto, tenía que tener brazo tirador y pulso firme porque si no, acababa al reo por asfixia y la ejecución quedaba en chapuza. El garrote era principalmente un collar de hierro que por medio de un tornillo con una bola final iba apretándose hasta dislocar la apófisis de las vértebras que mueven el cuello, en el atlas de la columna vertebral que sujeta la cabeza. Al romperse la cervical se producía un coma cerebral y la muerte llegaba instantáneamente, pero muchas veces jugaba el demonio y el cuello era demasiado fuerte, o ancho, o el verdugo tenía mala tarde, era enclenque o se presentaba con dos copas para afinar el pulso y el reo era ajusticiado por estrangulamiento, lo que convertía el proceso en un macabro tajo de artesanía lenta y dolorosa. Ocurrió en Don Benito, en Badajoz, en abril de 1905, cuando le dieron el pase a Ramón María de Castejón por haber participado en el asesinato de una madre y una hija.
Ofició Salustiano de León, verdugo de Cáceres, que firmó una faena de pitos y almohadillas. Castejón padecía un bocio que le tenía la glándula tiroides hinchada y el collar no le cogía, con lo que el verdugo tuvo que darle hasta cinco vueltas al tornillo, dilatando la agonía del sentenciado que, mientras le quedó resuello, insultó a la concurrencia. Los curas que acompañaron su alma desgraciada firmaron una protesta y el popular, que había salido a la calle para exigir la muerte del criminal, despidió al ejecutor a naranjazos.
Cuello toro y mano floja
Así es la muchedumbre, veleidosa como el tiempo al principio de la primavera, y decide sus partidos dependiendo de si llueve o hace sol. Lo dijo Cicerón: «La muchedumbre es juez despreciable». El asesino Jarabo, el donjuán del chachachá, tardó sus buenos quince minutos en morir porque tenía cuello de toro y el verdugo Antonio López Sierra no andaba largo de correa y era más bien flojo. Antonio López Sierra fue el último verdugo español, era titular de la Audiencia de Madrid, venía de la delincuencia y vivió lindando la marginación, mendigando y dando sablazos para pagar la pensión, ocultando su oficio y evitando las tardes de sol. López Sierra se despidió de las tablas después de treinta años de faena arreglando al anarquista Salvador Puig Antich en la sala de paquetería de la cárcel Modelo de Barcelona (las ejecuciones habían dejado de ser públicas) el 2 de marzo de 1974. Cuatro años después se abolió la pena de muerte.
Al contrario que la guillotina, el garrote no tiene padre conocido. La guillotina la recomendó el doctor Joseph-Ignace Guillotin, que era contrario a la pena de muerte, para evitar el sufrimiento de los condenados. Guillotin fue músico y poeta, conoció a Benjamin Franklin y, como el que cría cuervos ya se sabe, se extendió la leyenda de que acabó arrodillado sobre su invento, con la cabeza en el cesto, pero es mentira y murió por un carbunco en el hombro con 76 años. El garrote, que se puede decir que es bastardo, estuvo vigente en España desde 1820 hasta la abolición de la pena capital, y su uso se generalizó cuando Fernando VII prohibió la ejecución en la horca mediante el decreto del 24 de abril de 1832.
A principios del siglo XX había en España nueve verdugos, uno por cada Audiencia territorial, y le costaban al erario 25.286 pesetas que salían de la partida presupuestaria del Ministerio de Gracia y Justicia. Tenían permiso del Gobierno para ocultar su nombre y el garrote no lo tenían en propiedad, lo guardaban en casa, en una maleta de pobre, con cincha de hebilla, debajo de la cama para que no lo viesen los niños, pero cuando dejaban el puesto vacante debían devolverlo a la Casa Consistorial para que lo usase el siguiente. Algunos les ponían marcas para personalizarlos y otros los refinaban por medio de inventos que los hiciesen más efectivos. Un verdugo catalán introdujo el uso de un punzón que se clavaba en la parte posterior del cuello que destrozaba las vértebras cervicales y hacía el trance más corto. Otros llevaban una libreta con el inventario de sus trabajos, apuntaban el nombre del reo y el delito, la prisión en donde se ofició y cómo se porto el compareciente, si fue cagón, digno o faltón, si manchó el calzón o hizo la confesión, si mandó un guiño bravo al calvero o si pronunció, al final, el nombre de su madre. Todos fueron hombres y a la mayoría les inquietaba agarrotar a una mujer y se dijo que el verdugo de Valencia, Pascual Ten Molina, se enamoró de Josefa Gómez, a la que tenía que ejecutar en Murcia. Molina se adhirió a la petición de indulto y cuando no prosperó tuvo que ponerse al oficio. «El corazón lo estrujé dentro de mi pecho para que no pudiese nunca hacer temblar mi brazo», dijo.
Hierro y cáñamo
Fuera de los autores del 98, que se sintieron atraídos por el tremendismo del oficio de matar, solo Daniel Sueiro (1936-1986) había indagado con seriedad en la peripecia de estos hombres de funcionariado canalla en 'Los verdugos españoles' (1972) y Basilio Martín Patino filmó en 1973, casi clandestinamente, 'Queridísimos verdugos', un documental en el que entrevistó a los tres últimos de la dinastía. Son obras difíciles de encontrar, pero ahora ha recogido el tema Salvador García Jiménez en 'No matarás' (Editorial Melusina), donde semblanza las biografías de aquellos hombres que llevaban en la maleta el hierro, la cuerda de cáñamo y la hopa, que era el sayón con el que vestían al reo, que medían el cuello del condenado para ajustar la corbata y le pedían perdón por tener que matarlo al amanecer y que si lograban, con suerte, almorzar en una venta, el tabernero rompía el servicio a la vista del vecindario porque nadie quería beber en el vaso del verdugo.
La venganza es una especie de justicia salvaje, dijo Francis Bacon, y la pena de muerte tenía algo de eso y de resignación para asumir que el pecador no remedia y es mejor quitárselo de en medio. Los verdugos existían para satisfacer la venganza del Estado y para que se viesen las barbas del vecino cortar. Existían porque alguien tenía que hacerlo y siempre se encontraba a uno que tenía más hambre que los demás. Se dirá que hay otras formas de quitarla, pero hasta ahora solo se conoce la de meter pan en el estómago.
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