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Fieles al brasero de picón
BADAJOZ

Fieles al brasero de picón

En barrios como Cerro de Reyes o el Gurugú todavía hay casas donde se utilizan las brasasEl saco se vende a seis euros, el precio ha subido porque ahora cuesta más encontrarlo

ANTONIO GILGADO

Domingo, 18 de diciembre 2011, 02:52

En un día de frío como el del pasado viernes se agradece entrar en el salón de Andrea Martínez. La sensación térmica invita a los pocos minutos a despojarse del abrigo. «¿Has visto que bien se está aquí?», pregunta la mujer mientras sube la falda de la mesa mostrando el brasero de picón que cobija en su interior.

Andrea no busca respuesta, emplea un tono de autoaprobación. Lleva años discutiendo con sus hijos sobre la conveniencia de mantener los ciscos ardientes para calentarse y trata de buscar adeptos a su particular batalla. Tiene 74 años, vive sola, «aunque nunca me falta compañía», en una casa baja en el Gurugú. Recuerda que su marido era todo un experto ejerciendo de carbonero. «Le salieron los dientes haciendo picón cerca de las vaquerías de la carretera de Cáceres». En casa sus hijos se disputaban el privilegio de remover con el badilejo las brasas. Cuenta estos recuerdos con pena, como si se hubiera quedado sola en esta defensa del picón.

Ella enviudó hace más de una década y sus hijos hace años que no ven con buenos ojos el picón. No dejan de recordarle lo peligroso que puede ser y le han regalado varios radiadores de aceite y braseros eléctricos, pero algunos ni los ha sacado de la caja.

Ella sigue fiel a la mesa camilla y las advertencias de sus hijos caen en saco roto.

Desde que falleció su marido compra el carbón un vecino que lo trae de Olivenza. Seis euros el saco. Cada mañana lo prende con las brasas del día anterior y un trozo de cartón para que los tizones arranquen a arder. Después de tantos años se ha convertido en una experta. No le gusta el olor del carbón de olivo y recomienda el de encina porque aguanta más y no huele. Si Andrea se puede considerar una experta en braseros de picón, el mismo título habría que otorgar a Rosario Rangel. Vive a pocos metros con su marido, su hija y su nieto.

En casa de Rosario hay una convivencia pacífica entre la modernidad y la tradición. Su marido sigue encargándose cada mañana de cambiar las brasas y quitar las cenizas para calentar el salón, y para la habitación de su nieto han comprado un calefactor que desprende aire caliente. Pero Rosario no se termina de fiar. Cuando lleva mucho tiempo funcionando le duele la cabeza y «eso no debe ser bueno».

Aunque ella no nota la diferencia, cuenta que su marido se queja de que ya no hay picón como el de antaño, y encima resulta más caro. Antes del euro no llegaba a quinientas pesetas el saco, la mitad que ahora. Juan, el suministrador, ya les ha explicado que cada vez cuesta más encontrarlo porque los pocos piconeros que quedan lo hacen para consumo propio.

Además de la animadversión a los calefactores modernos, sorprende que ni Rosario ni Andrea se consideren una excepción. Para ellas no hay nada de extraño. «Si se ha utilizado toda la vida».

Cuando Andrea se queja del precio no le falta razón. Las antiguas carbonerías que había en Badajoz para comprar el picón ya se han extinguido y ahora hay que comprarlo en el mercado negro. Vecinos o conocidos de piconeros de los pueblos ejercen de intermediarios y lo traen a Badajoz.

Las dos últimas carbonerías que sobrevivieron hasta hace seis años se encontraban en San Roque, en la calle Dos de Mayo y en el Cerro de Reyes, en la calle Alemania. Allí ya no hay ni rastro de estos negocios, pero en ambos sitios los vecinos siguen acordándose de la carbonería.

Quizá todo se deba a una casualidad, pero en la misma calle donde se encontraba la carbonería en San Roque hoy se puede seguir comprando picón. Ahora quien la vende es Pablo González, un frutero que, como suplemento, comercializa sacos de picón, carbón y carboncillo a seis euros. El género lo guarda en una furgoneta que tiene aparcada frente a la frutería. Se lo trae un piconero de Cheles.

Al escuchar a muchas de sus clientas quejarse porque tenían que ir a Olivenza para conseguir algún saco, se puso en contacto con un carbonero de Cheles y se convirtió en el suministrador para el barrio.

Cuenta Pablo que el producto sigue teniendo su tirón. Lo compra, sobre todo, gente mayor, pero también hay algunos que han vuelto a probar con el brasero de siempre tras muchos años con el gas o el eléctrico.

Una de las clientas fijas de Pablo es Cecilia. Vive con su hija en una esquina cercana a la fuente de las grullas de Cerro de Reyes, a pocos metros de la frutería y de la furgoneta de Pablo. Asegura con vehemencia que en su casa no entra otra fuente de calor que no sea el brasero. «¿Pero no ves lo calentita que está la casa?» Esta misma pregunta ya la habían hecho en otro sitio donde también reina el calor de un brasero.

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