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CARLOS BENITO
Miércoles, 27 de marzo 2013, 10:53
Al concluir la lectura de 'Yo fui el camello de Keith Richards', uno siente el agotamiento propio de tanto sexo y tantas drogas, pero en el fondo también late un sencillo asombro: siguen sorprendiendo las vidas excesivas y pintorescas que llevaban los rockeros de cierta época y, sobre todo, desconcierta el hecho casi inexplicable de que muchos protagonistas de esa historia continúen aquí, entre nosotros los vivos, con sus vísceras y sus músculos y sus cerebros todavía en funcionamiento. El libro, que ha tardado más de 30 años en editarse en España, recoge las memorias de Tony Sánchez, el camello en cuestión, uno de los personajes que integraban la corte de los Rolling Stones en los 60 y los 70. Sánchez formaba parte del círculo íntimo de la banda y era algo más que un testigo: otros aportaban la música, el genio, la belleza, mientras que él ponía un montón de drogas y, si hacemos caso a su versión, también un pequeño alijo de sensatez.
Porque se movía en un entorno enloquecido, entregado a explorar las posibilidades combinatorias del sexo y de la química. Da la impresión de que todas pasaban por la cama de todos y de que no existía ninguna mezcla imposible de sustancias. El libro arranca con el relato de una noche de Brian Jones, el líder original de la banda, el único que acabó mal: Tony, que más que camello era uno de esos 'conseguidores' que suelen rodear a ciertas estrellas, le pasa una bolsa de papel con un enorme surtido de drogas, por el que acaba de pagar 250 libras de los años 60, y el 'stone' se dedica a consumirlas como un crío goloso al que han regalado un puñado de gominolas. Cocaína, estimulantes, tranquilizantes, LSD, todo bien acompañado de alcohol y marihuana. Después, se pone al volante de su Rolls-Royce Silver Cloud plateado y acaba estampándolo contra un muro de ladrillos. Así eran las cosas con aquellos chicos malos del rock and roll, que se convertían en un peligro público cuando se ponían al volante: Keith Richards se compró un Mercedes antiguo y, como no sabía utilizar el cambio de marchas, lo arrancaba en cuarta, entre violentas sacudidas.
El autor del libro no oculta su admiración por el talento de Brian Jones, un tipo que podía aprender a tocar cualquier instrumento en media hora, aunque también resalta su penosa tendencia a pegar a las mujeres. El amigo de Tony en la banda era Keith Richards, que acabó pagándole un sueldo para tener alguien con quien charlar y colocarse. Por Mick Jagger no muestra mucha simpatía: ironiza acerca del modo de vida que llevaba ya en los 60, con sus alfombras persas y su lámpara de cristal de 8.000 libras, y sostiene que su ideal era «hacer el amor consigo mismo». Los otros dos, Bill Wyman y Charlie Watts, ni siquiera cuentan, porque «incluso entonces no eran verdaderos Rolling Stones». Y, por supuesto, hay secundarios tan relevantes como John Lennon, que en determinada época telefonea casi a diario a Tony para que le consiga drogas.
Una dosis tras el parto
El nivel de consumo se dispara en los primeros 70, con Brian Jones ya muerto («Nunca llegarás a los 30, tío», le había dicho una vez Keith Richards, y él respondió: «Ya lo sé») y los Stones afincados en Francia. Para entonces, Keith y su chica, Anita Pallenberg, se habían enganchado definitivamente a la heroína y, como buenos yonquis, se habían vuelto obsesivos y desesperantes. El guitarrista de los Stones concebía planes absurdos para satisfacer sus caprichos, incluida su idea de hundir la goleta de Errol Flynn para después comprar los restos, y Anita se entregaba a pasatiempos más siniestros, como introducir a adolescentes en la heroína. A Tony Sánchez se le complicó mucho la tarea: lo vemos introduciendo droga en los juguetes del hijo de la pareja, para enviársela desde Londres hasta Francia. Cuando Anita da a luz por segunda vez, en una clínica suiza que le administra metadona durante la última fase del embarazo, el camello tiene que buscarse la vida para que no le falte el suministro: «Anita sale mañana del hospital y se va a poner hecha una furia si no puede meterse nada», le previene Keith Richards. Y, en fin, Tony organiza el cambio de sangre de la pareja, uno de los momentos esenciales en la mitología química de los Stones: el guitarrista siempre ha dicho que se trata de una pura fantasía, pero el libro especifica detalles como que el médico viajó desde Florida y cobró 2.500 libras.
Mick Jagger, mientras tanto, le da fundamentalmente a la cocaína. En vísperas de su boda con Bianca, se ofrece a enviar un jet de Saint-Tropez a Londres para que Tony le lleve tres gramos: «Puedes traerme el regalo esta misma noche. No voy a ser capaz de soportar todo esto sin coca», le dice. El libro también presenta a los padres del vocalista, perdidos entre los invitados al enlace: «Les resultó difícil hablar con su egocéntrico hijo. Se habían pasado toda la tarde deambulando por ahí, esperando la oportunidad de poder entregarle su regalo de bodas cuidadosamente envuelto. Se marcharon con el paquete en la mano».
Y, tantas décadas después de aquellas olimpiadas de excesos, ahí continúan Keith y Mick, tocando 'Satisfaction' y brincando alegremente por los escenarios del mundo. Quizá no son lo que eran, pero el caso es que son. En ocasiones, cuando se disipa la polvareda tóxica, el libro ofrece atisbos de la efervescente creatividad de una época: el 26 de julio de 1968, día en el que Mick Jagger cumple 25 años, se inaugura el club 'Vesuvio', que los Stones han puesto en marcha hartos de que les cobrasen de más en los bares. El homenajeado llega en avión en el último momento con un avance de 'Beggars Banquet', una de las obras maestras de la banda. Y uno de los invitados, Paul McCartney, pasa al DJ un acetato con 'Hey Jude' y 'Revolution', dos canciones que acaban de grabar los Beatles. El sexo y la droga pueden ser divertidos de recordar, pero lo que nos queda es el rock and roll.
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