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ANTONIO PANIAGUA
Lunes, 15 de julio 2013, 10:42
Leer los diarios de Andrés Trapiello siempre es algo instructivo. Aun siendo un género minoritario, el escritor ha conseguido que sus diarios constituyan una cita bianual que se espera con cierta ansiedad. En 'Miseria y compañía' (Pre-textos), la última entrega de lo que el autor denomina una «novela en marcha», Trapiello despliega una generosa muestra de su sarcasmo y sentido del humor, ofrece impagables descripciones de personajes que parecen sacados de una novela de Galdós y regala al lector atinados aforismos.
En esta ocasión, el autor cuenta un año pródigo en acontecimientos. Fue en 2004 cuando se produjeron los atentados de Al Qaeda en Madrid, las elecciones en que los populares fueron desalojados de poder por un Rodríguez Zapatero triunfante y la boda del príncipe Felipe con Letizia Ortiz. Trapiello está especialmente dotado para la descripción de ambientes y el relato de sucedidos. La crónica familiar se adereza con el libro de viajes, y este con la anécdota jugosa que nace del trato con personajes extravagantes, como aquel vendedor del Rastro, padre de una abundante progenie -18 hijos nada menos- que atesoraba en un llavero los cordones umbilicales de sus hijos.
'Miseria y compañía' hace el número 18 de sus diarios, que se agrupan bajo el título genérico de 'Salón de pasos perdidos'. En la presente entrega vuelven a aparecer los escenarios ya recurrentes en otros libros, sus estancia en Las Viñas, sus inclinaciones hipocondriacas, sus manías y sus obsesiones, sus odios e inquinas, entre las que ocupa un lugar destacado el arte actual y las instalaciones, una «versión sofisticada de jugar a las casitas». Arremete el poeta y novelista contra un arte deshumanizado, mercantilizado hasta la náusea y que tiene a muchos cultivadores que viven del cuento. Que un urinario de Duchamp y la Victoria de Samotracia tengan el mismo rango en los museos es para el escritor una broma que ha ido demasiado lejos. Precisamente porque se toma muy en serio el arte Andrés Trapiello no se cansa de reivindicar a Ramón Gaya, cuya desmemoria y declinar vital son objeto de un pasaje emotivo y hondo. Gaya ejerció de mentor y maestro de toda una generación de intelectuales que orientó a Trapiello y compañía con libros, pinturas y una manera de enjuiciar la Guerra Civil como nadie lo había hecho antes, sin maniqueísmos.
Para un hombre que concibe la poesía como un relámpago de luz casi cegadora, Juan Ramón Jiménez es el máximo exponente de la expresión de la belleza. Junto a esos tributos y homenajes, menudean las semblanzas malévolas. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, Luis María Anson, Javier Marías o Pere Gimferrer reciben algunos de sus dardos. Ni el mismísimo Rey Juan Carlos se libra de sus críticas aceradas. «Y qué desolador: jamás le hemos visto con un libro en la mano, ni hemos visto que haya ido por su cuenta a ver tal o cual museo, ni citar una sola película buena o un verso de nadie. Todo el día con las motos, con los barcos, con la caza, con el fútbol, como cualquier contratista de obras», dice del monarca.
«Mitología wagneriana»
En 'Miseria y compañía' surgen sus andanzas como escritor que vive de los bolos literarios y que viaja allí donde le contratan las sucursales del Instituto Cervantes: Múnich, Bruselas, Utrecht, Brujas o Ámsterdam. En 2004, algunos de los comentarios que endilga a los alemanes se antojan pertinentes, sobre todo cuando apunta que se les «ha subido la cerveza a la cabeza» y se creen los «dioses de la mitología wagneriana».
No faltan episodios turbadores, como la muerte de su amigo Michi Panero. Quién le iba a decir al eximio poeta Leopoldo Panero, de afiliación franquista, que uno de sus hijos acabaría mendigando un puesto de ujier y que terminaría malvendiendo todo el patrimonio familiar a los traperos. Michi Panero acabó sus días en Astorga viviendo de la caridad del Ayuntamiento, «que le buscó el empleo de portero de la que fue su casa (como su madre acabó de portera de uno de los ministerios en los que su marido había sido jerarca)».
Trapiello, que desconfía de las exuberancias de la prosa, cree que el mejor estilo es el que pasa inadvertido. Por eso hace suyas las palabras de Juan Ramón Jiménez: «Quien escribe como se habla llegará en lo porvenir más lejos que quien escribe como se escribe». Siguiendo a rajatabla la premisa de estar bien atento a la calle y a la vida corriente de las personas, ha encontrado un modo de escribir que tiene mucho de cervantino.
La cubierta del libro, con una radiografía de su pie roto y con clavos, es una humorada hacia los que recriminan al escritor que sus diarios desprecian la intimidad.
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