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TEXTO Y FOTOS: SERGIO GARCÍA
Domingo, 28 de julio 2013, 02:39
El poblado surge en medio de la sabana, invadido por el barro que pisotean los rebaños y que ilustra el inicio de la temporada de lluvias. Es como una cápsula en el tiempo; un tubo de ensayo que contuviera los últimos especímenes de una época pretérita, salpicada aquí y allá de acacias y zarzas espinosas, entre enjambres de moscas que han perdido el respeto y que nunca conocieron el miedo. Los guerreros miran con una mezcla de desconfianza y curiosidad; mientras las mujeres asoman con sus mejores galas, los labios deformados hasta lo imposible con discos de arcilla y la piel cubierta de pinturas blancas de significado indescifrable para un occidental. Los bebés se agarran con glotonería a sus pechos, como pellejos de vino que olvidaron lo que es rebosar. Las lanzas se reservan para conducir la recua de vacas y hace ya tiempo que su lugar lo ocupa el kalashnikov, la mayoría descargados pero imponentes en manos de hombres que superan con facilidad los 1,80 metros.
La civilización queda a cientos de kilómetros de distancia, en Arba Minch, al sur de Etiopía, donde acaban las carreteras asfaltadas y arranca ese dédalo de pistas de tierra que a menudo invaden manadas de babuinos y facóqueros, y donde los cocodrilos salen a morir. Los puentes sucumben al ímpetu arrasador de las torrenteras que atraviesan la Gran Falla del Rift y los primitivos arados dibujan en las laderas de las montañas surcos que no tardarán en cubrirse de sorgo y sésamo. La tierra es feraz y la gente parece estar bien alimentada, pero la pobreza es omnipresente. El abastecimiento de agua obliga a recorrer grandes distancias, lo mismo que la atención médica, la escolarización es testimonial y la esperanza de vida, que en el resto del país alcanza los 59 años, aquí se desploma hasta los 45. La mayoría de los niños no cumplirán los 10.
Dicen que los orgullosos mursi llegaron hace siglos del vecino Sudán, que eran cazadores recolectores hasta que en la década de los 70 la mosca tse-tse diezmó la cabaña ganadera y consiguió lo que no había conseguido el hombre blanco: convertirlos en una caricatura de ese África salvaje hasta recluirlos pocos menos que en reservas. Apenas quedan 5.000 repartidos en tribus que se extienden por el parque nacional Mago, una figura administrativa con la que el Gobierno ha tratado de poner freno a la caza furtiva. Se calcula que en este país -el doble de la superficie de España- conviven 80 etnias que hablan otros tantos idiomas y más de 200 dialectos. Los mursi, esbeltos, de rasgos nilóticos y piel negra como el carbón, son nómadas en busca de buenos pastos, lo cual no siempre es fácil de encontrar en una región donde la sequía y las hambrunas golpean con la contundencia de una plaga bíblica.
La autoridad la ostentan los 'jalabas', un consejo de ancianos que se guía por las tradiciones orales, el único cuerpo legal reconocido en el tramo más meridional del río Omo. En pleno siglo XXI, los nativos siguen rindiendo culto a las fuerzas de la naturaleza y miran la cruz o el Corán con la misma extrañeza que un cubo de Rubik. Los jóvenes se someten a crueles ceremonias como el 'donga', donde tienen que mostrar su valentía enfrentándose a golpes con varas de hasta dos metros si quieren contraer matrimonio. Es una sociedad patriarcal, aunque todo el trabajo recaiga sobre ellas, desde las labores domésticas hasta el ordeño o la recogida de leña. La violencia de género es tan natural como la salida del sol, y la llegada de turistas no ha hecho sino alimentar ese caudal de dinero que llega en forma de propinas y que acaba convertido en alcohol y munición para el 'kalash'. El hombre debe garantizar la seguridad del clan, constantemente expuesto al robo de ganado y mujeres por parte de otras tribus.
Símbolo de belleza
Poblados como el de Bella, 40 kilómetros al sur de Jinka, son un batiburrillo de chozas de paja y ramas, cuyo interior es de un minimalismo que raya la santidad, mientras nubes de niños chapotean entre los purines que deja el ganado suelto y asaltan a los turistas con la excusa de mendigar unos birr a cambio de las fotos. Pero la imagen más conocida de los mursi -la cabeza afeitada, los brazos y el pecho recorridos de escarificaciones que acreditan su valor, el atrezzo de argollas, colmillos, pinturas y AK-47- la aportan sin duda las mujeres, que adornan sus labios y lóbulos de las orejas con discos de arcilla que aumentan de tamaño conforme pasa el tiempo hasta provocar deformaciones espantosas.
Los primeros exploradores en llegar a la zona pensaban que esta práctica era el modo que tenían los indígenas de evitar que las caravanas de esclavistas secuestraran a sus mujeres. Pero no es así. El ritual está reservado a las casadas y es un símbolo de belleza al que se entregan desde los 16 años. Pasa por extraer los incisivos superiores y abrir un hueco en el labio inferior donde se introducen piezas de madera cada vez más grandes. Los discos, decorados con sencillos motivos, se llevan solo en presencia de los hombres y alcanzan enormes dimensiones, como demuestra el hecho de que las mujeres con mayor estatus social llegan a rodear la cabeza con el labio agujereado. Seguro que no han oído hablar de las pasarelas de Tokio, Nueva York o París, pero también aquí para lucir hay que sufrir.
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