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ANTONIO ARMERO
Domingo, 11 de agosto 2013, 15:47
Juanmari necesita que alguien le regale un hígado. Se le acaba el tiempo. Él apunta con el dedo índice hacia su tripa mínima cuando le preguntan por qué lleva un tiempo viviendo en Madrid y no en Solana de los Barros, su pueblo de Badajoz, en el que ha vivido siempre aunque no pudiera nacer en él porque la mala salud empezó a castigarle desde antes de abrir los ojos. «Me tienen que quitar el bulto», cuenta el crío, un ciclón incontrolable de risas, saltos, gestos, bromas y parrafadas. Las ocho sesiones de quimioterapia en vena que ya carga en su mochila le han robado las pestañas, las cejas y algún que otro caracol del pelazo rubio que gastaba hasta hace cinco meses, pero no el azul vivo de los ojos con los que mira de frente al primer desconocido que le choca los cinco.
Juan María Corchado Pardo, cinco años y ocho meses, el hijo pequeño de Juanmari y Ana Isabel, el hermano de Elisabeth (13 años, calcada a su madre) lleva esperando un donante de hígado desde el 25 de marzo. «En la vida olvidaré ese día», dice la madre, que también recuerda perfectamente aquella otra mañana en que empezó todo. Todo lo de ahora, porque ya arrastraban disgustos de antes. «Fuimos al médico a por los resultados de unos análisis, y el niño empezó a llorar y a decir que le dolía mucho la barriga -relata Ana Isabel-. Fuimos a Urgencias del hospital de Almendralejo, y de allí nos mandaron a Mérida, donde le hicieron pruebas y nos dijeron que se le veían múltiples lesiones focales en el hígado». La madre no quedó satisfecha con el diagnóstico y pidió cita con la cardióloga Carmen Burgueros, en el hospital infantil La Paz, en Madrid. Esa consulta, más varias pruebas, entre ellas una ecografía, sirvieron para ponerle nombre a ese dolor repentino que ha supuesto un punto y aparte en la vida de la familia. El problema se llama hepatoblastoma, un tipo de tumor cancerígeno nada frecuente, y que si aparece suele hacerlo antes de cumplir los cinco años. En el momento del diagnóstico, el hepatoblastoma de Juanmari medía 20 centímetros. Es decir, tan largo como una botella de medio litro. Un tamaño exagerado para un cuerpo de cinco años.
La quimioterapia ha hecho un efecto espectacular y a día de hoy, el tumor mide un centímetro. Pero hay otro contratiempo: tiene afectada la vena porta hepática, una circunstancia crucial, que limita de forma clave las posibilidades de tratamiento. «O es el trasplante o no hay mucho más que hacer», resume Ana Isabel, una mujer puesta a los pies de su niño. Hace cinco meses que se agarró a un eslogan y no lo suelta. «No me preocupa -dice- ninguna otra cosa que no sea salvarle la vida». De hecho, lo haría si estuviera en su mano, pero no puede. «La hermana no es válida porque es de otro grupo sanguíneo -explica Ana Isabel-, lo mismo que el padre, y yo no puedo por mi IMC (Índice de Masa Corporal), y por mucho y muy rápidamente que adelgazara, no tendríamos tiempo para que me desapareciera la grasa adherida a mi hígado». Lo que necesitan para el niño se resume muy fácilmente pero se encuentra difícilmente: alguien menor de 45 años, con grupo sanguíneo cero positivo, que no haya tenido problemas de salud importantes a lo largo de su vida y que esté dispuesto a quedarse sin parte de su hígado, un órgano vital, para dárselo a un rubiales que adora a Spiderman.
Mientras trastea por el salón del piso que AFAL (Ayuda a Familias Afectadas por Leucemias) Extremadura les ha cedido para el tiempo que necesiten, en el madrileño barrio de Valdezarza, Juanmari cuenta sus planes. La visita de esa mañana debe aligerar porque ha quedado con su padre en que hoy es el día de ir al parque Warner, con las cuatro entradas que les ha regalado Asion (Asociación de Padres de Niños con Cáncer). De pie -no hay manera de sentarle-, mira a su padre, levanta los brazos como un campeón de la alegría y dice: «¡Y mañana. Plaquetas bajas!».
Un notición
Eso quisiera él, defensas mermadas para librarse de la 'quimio', pero llegado el día, los análisis le dicen que tiene las suficientes como para tomar su novena sesión. O sea: 72 horas enchufado a una máquina, y después, 24 horas hidratándose. Y a los tres días, otra vez lo mismo, vuelta a empezar. Sin embargo, el miércoles sucedió algo con lo que nadie de la familia Corchado Pardo contaba. «Está bien de plaquetas, pero los médicos, después de hacerle un montón de pruebas, han decidido ponerle en la lista de receptores de un donante cadáver, de la que hasta ahora estaba fuera por ser un paciente oncológico».
O sea, un notición. «Tenemos cuatro días y medio -contaba la madre el miércoles por la mañana- para que aparezca un donante cadáver, y si no hay ninguno, el lunes (por mañana) tomará la quimioterapia». Esa nueva sesión, que no estaba previsto darle porque la idea era que a estas alturas del calendario ya estuviera transplantado, sería especialmente dura. «Es la madre de las 'quimios', la que llaman bloque C», explica Ana Isabel, que pronuncia con soltura nombres de patologías, medicamentos, componentes de la sangre.
Se comprende al conocer por qué ella tuvo que salir del pueblo para dar a luz en Madrid y permanecer 24 días hospitalizada. «Durante la gestación nos dijeron que el niño venía con atresia pulmonar con CIV (comunicación interventricular)», detalla. Se refiere a una cardiopatía congénita (de nacimiento) que impide al corazón funcionar de manera normal. Afecta al sistema respiratorio porque «la válvula que permite el paso de la sangre del ventrículo derecho a los pulmones no se ha formado o está cerrada», según define la web del Centro de Información Cardiovascular del Texas Heart Institute. «Juanmari ha sido casi un niño burbuja desde que nació», resume Ana Isabel, que hasta ahora no ha tenido la oportunidad de ir a buscarle al colegio. «No le hemos podido escolarizar porque es un niño débil, que se pone malo muy fácilmente; este año iba a empezar en casa, con un familiar que es profesor, pero el plan se ha venido abajo al diagnosticarle el tumor».
'El bulto', que dice él. O 'el bicho', como llaman al cáncer en casa. Con cinco años y medio, Juanmari sabe latín en esta materia. Lleva meses viendo en su brazo una gasa de tela blanca en forma de red, que protege la palometa por la que le conectan a una máquina. Comilón, dormilón, enmadrado, la cardiopatía congénita que sufre es un problema menor en su vida. «De eso ha mejorado muchísimo, al año dejó de tomar medicación, y está todo el día para arriba y para abajo», relata el padre, pensionista por varias afecciones que le inhabilitan para trabajar. «Mi hijo es feliz con una botella que tenga para jugar», proclama mientras el crío le da la razón sin saberlo. Enreda con el aparataje del fotógrafo, luego con un muñeco y al rato con el mini iPad que le ha regalado la fundación Juegaterapia, dedicada a alegrar el día a día de niños con cáncer.
Con el simpático extremeño que lleva cinco meses entrando y saliendo del hospital infantil La Paz lo tienen fácil. «Está siempre contento, y es increíble la fuerza que tiene, estoy orgullosísima de mi hijo», proclama la madre, que ha contado su caso por las redes sociales -Ana Isabel Pardo Goldmann es su nombre en Facebook, para contactar con ella-, en un intento de aumentar las posibilidades de encontrar un donante. Entre familia y amigos, se han hecho las pruebas catorce personas, a las que hay que añadir las que se han ido sumando en las últimas semanas, conforme el caso ganaba relevancia. Al móvil de Ana Isabel han llamado para hacerse las pruebas dos amigas suyas de Madrid, otra joven de la capital, una madre y su hija de Bilbao, una doctora de Ferrol (La Coruña), una vecina de Solana de los Barros, una mujer de Zaragoza. La madre de la criatura pierde la cuenta. «Todo esto es un dolor inmenso -reflexiona-, cuando nos dieron la noticia es como si me hubieran clavado en el estómago todos los puñales del mundo, no te lo crees, pero también me ha valido para darme cuenta de que estaba equivocada cuando pensaba que en el mundo no hay más que egoísmo y malas noticias, he comprobado que hay gente tan buena que es capaz de arriesgar su vida para salvar la de mi hijo».
Ese niño al que en su casa, periódicamente, repiten unas siglas: UCI. «¿Para qué tienes que ir al hospital, campeón?», le pregunta su padre. «Para que me quiten el bulto y para ir a la UCI», sale tras la mascarilla de Mickey Mouse. Es una táctica. Los padres lo hacen así porque en Semana Santa, el crío empezó a sangrar y permaneció nueve días ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos. «Lo pasó tan mal -explica el padre- que nos han dicho que conviene que se vaya haciendo a la idea, para cuando llegue el día».
A la frase sin terminar le falta la palabra clave: donante. La que da sentido a la vida de una familia extremeña que lleva casi medio año sin pisar su casa. La que lo explica y lo justifica todo. De la que depende que Juanmari pueda seguir alimentando la fantasía de que quizás, algún día, sea capaz de saltar tan alto como Spiderman.
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