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CARLOS BENITO
Domingo, 29 de septiembre 2013, 15:14
Ese diminutivo con el que los mexicanos han bautizado a los pocitos puede sonarnos cariñoso, como si quisiesen envolverlos en afecto cada vez que los mencionan, pero en realidad se refiere estrictamente al tamaño. El pocito es una mina reducida a su mínima expresión: una boca de poco más de un metro de diámetro, un severo conducto vertical y, allá abajo, a cincuenta o setenta o cien metros de la superficie, desarrollos horizontales que van mordiendo el carbón del subsuelo. Todo lo que se considera accesorio se elimina, y en esa morralla prescindible se incluyen las salidas de emergencia, la ventilación y la mayor parte de las medidas de seguridad que la minería ha ido incorporando a lo largo del último siglo.
Miles de habitantes del estado norteño de Coahuila se juegan la vida a diario en estos agujeros angustiosos y precarios. Los bajan en una especie de barril metálico colgado de una polea, el mismo que se emplea para ir sacando después el mineral, y ahí se tiran diez o doce horas, a destajo, agachados en unos túneles que suelen medir alrededor de metro y medio de altura. El material de protección corre de su cuenta y muchos trabajadores están sin asegurar. Con los años se les van deteriorando la vista y el oído, se les echan a perder los pulmones, se les destrozan las articulaciones, pero ese parte médico corresponde a los más afortunados, porque también la muerte y las amputaciones son gajes de este oficio.
Una quinta parte de los pocitos emplean a algún menor, que cobra la tercera parte que los adultos: «En promedio, comienzan a laborar a partir de los 14 y 15 años. Usualmente, al principio llevan a cabo tareas relacionadas con la extracción: reciben el carbón extraído (gancheros), jalan las cuerdas que suben el recipiente en el que se coloca el carbón (malacateros) o lo limpian (hueseros)», detalla un informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Pero también se les tiene mucho aprecio dentro de los túneles, sobre todo si son bajitos y pueden moverse con soltura.
Coahuila produce el 90% del carbón mexicano. También existen explotaciones convencionales, pero los pocitos sirven como complemento informal para ese pujante sector. Algunos, de hecho, pertenecen a importantes compañías mineras, que no desprecian la posibilidad de incrementar sus beneficios mediante una inversión ridícula. Otros son propiedad de poderosos locales, entre los que no faltan políticos, funcionarios y narcotraficantes. Las inspecciones son poco frecuentes y casi siempre inútiles: «Cuando se realizan -apunta la comisión-, entre los propios productores se avisan con antelación, lo que permite que los pocitos sean desmantelados temporalmente y pasen desapercibidos para la autoridad».
Porque, al menos en apariencia, México quiere acabar con esta minería rudimentaria y cruel, a la que sus defensores prefieren denominar «artesanal». Un primer intento fue la reforma laboral del año pasado, pero el párrafo que aludía a este asunto se volatilizó misteriosamente en la redacción final. En abril de este año, la Cámara de Diputados aprobó por fin una modificación de la ley, que prohíbe extraer carbón en esas condiciones y establece multas y penas de cárcel en caso de accidente mortal. Los primeros en protestar por la medida de los parlamentarios fueron los propios mineros, que, puestos a afrontar males cotidianos, prefieren el riesgo al hambre. Se han clausurado algunas explotaciones, pero las entidades que están atentas al proceso aseguran que no servirá de nada, porque las sanciones en caso de que fallezca algún minero son ridículas -el equivalente a 18.000 euros- y los que pueden acabar en prisión son los capataces y supervisores, no los empresarios.
Los hijos de Gloria
«En realidad, estos cambios aseguran su continuidad y permanencia», concluye la organización Familia Pasta de Conchos, la más tozuda y decidida en su activismo contra la minería irregular. Su nombre hace referencia a un desastre que conmovió a la sociedad mexicana: en febrero de 2006, en San Juan de Sabinas, una explosión de gas mató a 65 trabajadores de una mina de carbón. Solo se han recuperado dos de los cadáveres. Muy cerca de allí se produjo el siniestro más grave registrado en un pocito durante los últimos años. Ocurrió precisamente en Sabinas, el lugar donde están tomadas las fotografías que ilustran estas páginas. En mayo de 2011, una explosión de gas en un pozo de 60 metros de profundidad sepultó a catorce mineros. No hubo supervivientes, y el adolescente de 14 años que estaba de ganchero perdió un brazo.
Las muertes en estas minas se producen con penosa frecuencia y suelen ensañarse con algunas familias, ya que es habitual que a varios parientes los contrate la misma empresa. No es raro que un par de hermanos fallezcan juntos, y también hay casos como el de Gloria Arellano: en 2010, su hijo Ramón nunca regresó de su primera jornada de trabajo, atrapado por una inundación en el pocito 'Boker', y dos años después corrió la misma suerte su hijo Fidencio, que perdió la vida junto a seis compañeros en la explosión de metano de 'El Progreso', propiedad de un exalcalde. Los que tienen mejor suerte son izados a la superficie después de su turno, baldados y con el cuerpo bañado en polvo negro, pero con el alivio de haberse ganado la vida un día más.
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