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A. GILGADO
Viernes, 4 de octubre 2013, 10:44
Hablar de los pocos menús del día que se sirven en los bares y de las escasas mesas que se llenan en los restaurantes suena a estas altura de la crisis a reiterativo y manido. Pero el cambio de tendencia no sólo tiene una cruz, también hay una cara. Y ésa puede ser la de Francisca Cotayo o la de Dinis Joaquín. Ambos son cocineros con experiencia en la hostelería, pero ahora no cocinan en un bar o en restaurante, lo hacen para vender directamente al público los menús que elaboran. Las casas de comidas para llevar y las pollerías se han convertido en el refugio para aquellos que ya no les da para ir a comer a los bares. Ése fue el planteamiento que se hizo Francisca hace dos años cuando se quedó en el paro.
Con 61 años y treinta de experiencia se vio fuera del mercado laboral para siempre. Nunca le había faltado trabajo, pero en esta ocasión no tenía muchas esperanzas de que la llamaran y montó su propio negocio.
Hace un año y medio alquiló un local en la avenida Carolina Coronado y se puso a cocinar para el público. De momento, hace un balance positivo de la aventura porque su olfato no le ha fallado.
Los domingos puede servir una treintena de bacalaos dorados a siete euros, otros tantos pollos a la brasa por ocho y una veintena de parrilladas al carbón por quince euros. Cuenta que en alguna ocasión las vitrinas se quedan vacías, se le acaba el género. Antes de abrir ya tenía fe en los domingos. Intuía que las reuniones de amigos y familiares que hace años se compartían en un restaurantes con mesa y mantel o en los bares con raciones ahora se hacen en casa o en el campo con comida de encargo.
Durante la semana vive más de los trabajadores que no se pueden permitir un menú del día en un bar.
Ayer preparó dos kilos de lentejas, los dividió en seis envases pequeños y cada uno lo vendió a dos euros y medio. A las cuatro de la tarde ya los había vendido casi todos. Gregorio Pirida fue uno de los que se llevó un plato de lentejas. Su testimonio encaja perfectamente en el perfil que hace viable este tipo de negocios. Vive en Cáceres, pero trabaja en una inmobiliaria que tiene sedes en las tres capitales extremeñas. Cada semana suele hacer un viaje a Badajoz y si le pilla la hora de la comida ya no se para en un bar a por un bocadillo o un menú. Busca una casa de comidas donde comer barato. Alguna vez, si tiene tiempo, se acerca a un supermercado y compra un pan y embutido para hacerse el mismo el bocadillo.
Además de los precios bajos, la cocinera también cree que para sobrevivir hay dar variedad, salirse del clásico pollo a la brasa. En la pizarra de la entrada hay más de 40 posibilidades distintas. Desde todo lo que se puede asar en la barbacoa de carbón de dos metros y medio que instalaron hasta ensaladas y arroz.
Cada mañana, a las siete se pone a los fogones hasta las cuatro y la churrasquería no se cierra ningún día del año. Se turna con su hija, que también trabaja, y la otra chica que han contratado para descansar.
Casi el mismo tiempo que Francisca en Carolina Coronado, lleva Dinis Joaquín en Valdepasillas. Vive en Borba, Portugal, donde va y viene a diario. Le dijeron que en Badajoz tenía éxito la cocina portuguesa y algunos clientes pacenses de su restaurantes en Borba le animaron a dar el salto. Cuenta que este año lo ha pasado regular porque hay mucha competencia y uno tarda en darse a conocer en la ciudad. Entre diario hay días que no pasa de los ochenta euros de caja, pero los fines de semana le compensa porque viene gente buscando platos elaborados a buen precio. Su especialidad en este campo es el cabrito al barro. Lo vende a catorce euros, en cualquier restaurante se sirve al doble.
El éxito de estos establecimientos no pasa inadvertido. En cualquier barrio o avenida principal se han abierto desde que empezó la crisis dos o tres. En Carolina Coronado, por ejemplo, en el tramo donde abrió Francisca funcionan tres distintas en menos de cien metros.
A pesar de la proliferación, no es un negocio sencillo. Entre maquinaría, cocina industrial, extractores y barbacoa de carbón se necesita una inversión de más de 30.000 euros.
Se trata de una actividad catalogada de alto riesgo, con registros sanitarios permanentes. Los inspectores de Sanidad visitan los establecimientos también los domingos porque es cuando más actividad tienen y los empresarios tienen que contratar a un veterinario para que controle la temperatura de las máquinas, el sistema de limpieza y los productos que utilizan en la cocina para limpiar. Además tienen la obligación de anotar la fecha de elaboración y los platos que se cocinan sólo pueden exponerse en las vitrinas para venderse durante tres días, si al cuarto no se han vendido, se tiran. Al control administrativo se une, en ocasiones, las reticencias de los vecinos por los olores y el humo que soportan los que viven encima del tubo de extracción. Antes los problemas los daban los bares, ahora las cocinas.
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