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CÉSAR COCA
Domingo, 24 de noviembre 2013, 01:13
Este hombre de mirada curiosa y un punto ingenua, sonrisa franca y una voz grave oscurecida por un resfriado goza de una inteligencia superlativa, en palabras de un puñado de personas que lo han tratado de cerca. Salvador Pániker es doctor en Ingeniería y Filosofía, editor, escritor y referencia ineludible en cualquier debate sobre religión, espiritualidad, eutanasia y muerte digna. También ha sido profesor universitario de prestigio, conferenciante muy requerido, periodista agudo, agitador cultural heterodoxo y empresario de éxito. La vida lo ha colmado de triunfos y satisfacciones y solo en los últimos tiempos, a las puertas ya de la vejez, se vio golpeado por la muerte de una de sus hijas y reducido por achaques que se sumaron a su proverbial mala salud de hierro. Nada de eso ha afectado a su lucidez y a un discurso brillante en muchos momentos, conmovedor en otros, que despliega en el salón de su casa de Pedralbes, en Barcelona, rodeado de discos y libros. Acaba de publicar 'Diario de otoño' (Ed. Mondadori), otra entrega memorialística, y también la conversación tiene mucho de otoñal, aunque una luz dorada y cálida baña la escena.
- En los últimos años ha sufrido la pérdida terrible de una de sus hijas, pero en casi todo lo demás la vida le ha sido pródiga.
- Es cierto. Considero que he tenido una vida afortunada. Mi amigo José María Valverde, ya fallecido, decía que puesto que estamos destinados a fracasar lo mejor es hacerlo cuanto antes, pero ese no ha sido mi caso. Mis primeros 40 años fueron formidables. A los 30 era empresario porque quería algo así como concederme una beca: ganar el dinero suficiente para hacer lo que quisiera el resto de mis días. Fue mucho más tarde cuando ocurrió lo peor: la muerte de mi hija. He sufrido, sí, pero tardíamente.
- Tener el futuro asegurado, y bien asegurado, con poco más de 30 años, ¿cambia la perspectiva de todo?
- También tiene cosas negativas, porque la propia identidad queda un poco confusa. Pero es cierto que da una enorme seguridad, porque sabes que ya no dependes de nadie. Alguien me dijo que yo era un intelectual sin problemas de tesorería.
- Parte de ello se lo debe a su familia. ¿Cómo es que su padre, nacido en la India, vino a Barcelona y conoció a su madre?
- Mi padre pertenecía a una de las castas más altas del sur de la India, de las que podían mandar a sus hijos a estudiar a Europa. Se graduó en Ingeniería Química y en 1912 llegó a España por primera vez, de vacaciones. El país le gustó y poco después se instaló en Barcelona para trabajar. Mi madre vivía justo al lado de donde él se hospedaba. Así se conocieron. Fueron un matrimonio muy feliz, pese al drama de la Guerra Civil. Mi padre puso una empresa química y le fue bien. Dijo que no volvería a la India hasta la independencia, pero cuando esta llegó ya era demasiado mayor para regresar.
- ¿Y su madre? ¿Cómo era?
- Una burguesita típica, de las que sabían algo de francés y tocaban el piano. Yo también lo he tocado hasta hace bien poco. Pertenecía a una clase media-alta algo venida a menos y formaba parte de una tertulia de intelectuales muy conocida entonces. Ella nos transmitió a mis hermanos y a mí todo eso. Pero, paradójicamente, lo que yo tengo de oriental me viene de mi madre, que era gran admiradora de Gandhi, y lo que tengo de occidental, de mi padre, que era un hombre de acción.
- Acaba de citar la Guerra Civil. ¿Cómo la pasó?
- Para mí fue un paseo, unas vacaciones. Por mi padre, todos teníamos nacionalidad británica, así que al comenzar la guerra nos fuimos primero a París y más tarde a Alemania, donde yo aprendí alemán. Luego regresamos, pero vimos el conflicto de lejos y sin estar en ningún momento en peligro.
- ¿Conservó la nacionalidad británica?
- Durante mucho tiempo, sí, pero tenía doble nacionalidad. Por ejemplo, yo no hice la mili aquí por ser británico. En realidad, me daba vergüenza ser español por cómo estaba el país. Tras la muerte de Franco, las cosas cambiaron y renuncié a la nacionalidad británica.
- Salman Rushdie ha contado que durante sus estudios en Londres fue objeto de burlas por ser indio. ¿Lo sufrió usted cuando estuvo en Londres y Oxford haciendo estudios de postgrado?
- No. Los ingleses son más elitistas que racistas y sucedía que mi padre era amigo de Baldwin, que había sido primer ministro... En cambio, mientras estaba allí estudiando, una vez me crucé con dos turistas catalanes y uno de ellos le dijo al otro, refiriéndose a mí: 'Mira a ese indio'. Yo me volví hacia ellos y les hablé en catalán...
Hiperactivo
Se remueve en su asiento y sonríe al contarlo. Está hablando del arranque del período más fértil de su vida, de esos años formidables en los que desarrolló una actividad insólita por su intensidad y variedad. Aún hoy, la mirada de este hombre menudo y frágil de aspecto, gran aficionado a la música y en otro tiempo a jugar a la pelota -hay un frontón en el jardín de su casa, ahora cubierto por hojas secas-, irradia energía.
- ¿Cómo le daba tiempo a hacer tantas cosas?
- En esos años estaba en plenitud. Mi mujer, que entonces era Nuria Pompeia, me decía que tenía una gran euforia y deseaba hacerlo todo. Luego añadía que además me creía el más listo, el más guapo, el más capaz... Hasta los 50, tuve una gran vitalidad y una enorme confianza en mí mismo. En eso seguro que influyó que había ganado dinero, algo que aquí simpre ha estado mal visto.
- No haría mucho dinero con la editorial...
- No, claro. Aunque la editorial nunca me fue mal, ni va mal ahora. Hice negocios en Sudamérica, importando productos químicos que aquí no se fabricaban.
- De forma simultánea a todo eso, como escribe en 'Diario de otoño', fue perdiendo a Dios.
- Me alejé de la Iglesia ante todo por el problema del mal. No creo en esa imagen del Dios bueno; de un diseño bueno del mundo. Si hay un diseñador de todo esto, tiene un macabro sentido del humor. Soy religioso, pero no de una religión institucionalizada. Me defino como un agnóstico místico. Muchos santos también lo eran, aunque fuera de una forma disfrazada. Soy tan materialista como espiritualista, porque no creo que ambas cosas puedan ni deban separarse.
- Empieza su diario enviando a paseo a los principios. Pero, ¿podemos vivir sin ellos?
- Estoy como Groucho cuando decía aquello de 'estos son nuestros principios, pero si no le gustan tenemos otros'. El verdadero motor de la moral es la empatía. Los principios, por sí solos, no tienen raíz suficiente para entrar en el hombre. Quien no tiene empatía es un psicópata.
El amor y la muerte
Pasea por el jardín de su casa, entre olivos y limoneros, y posa disciplinado para el fotógrafo. Es el jardín en el que ha jugado con sus nietos y en el que se sentaba a leer al sol, en sus últimos meses de vida, su hija Mónica, que murió en 1998. Un repaso a su biografía muestra que el amor y la muerte han tenido un peso esencial en su vida.
- Ha escrito que siempre ha habido alguna mujer que lo ha querido mucho. Usted ha gozado de los frutos del amor, sin duda.
- He sido muy afortunado. He querido y he sido querido. Mi vida sentimental ha sido plena, empezando por la madre de mis hijos y siguiendo por las demás. Los dioses me han tratado bien, también en eso.
- ¿Le ha sucedido lo mismo con la convivencia? A juzgar por sus textos parece que eso es más complicado.
- Estuve veinte años casado con la misma mujer y la convivencia fue lo más difícil. Pero yo era muy cristiano entonces y la Iglesia decidía la convivencia. Yo me realicé un poco más tardíamente en ese contexto. El amor profundo es tan infrecuente como la explosión de una supernova. Dicho eso, la base del amor es la reciprocidad y la comunicación. La soledad es un mal asunto, salvo que aparezca Dios, que no suele suceder. El amor verdadero tiene efectos terapéuticos muy grandes porque remedia esa monstruosidad que es estar solo.
- Una circuntancia omnipresente en sus diarios es la enfermedad. Anota incluso las medicinas que toma. ¿Habría sido distinta su vida sin la enfermedad?
- La ha cambiado mucho. Tengo una especie de fatiga crónica y de no haber sido por eso creo que me habría dedicado más a la Universidad, a las relaciones públicas y humanas. Podría haber sido casi una 'vedette' internacional como lo fue mi hermano (Raimundo Panikkar). Ahora, en cambio, estoy condenado a salir poco de casa.
- Y la muerte. Por su diario pasan muchas personas que ya han muerto. ¿Ha sido doloroso repasar el original antes de darlo a la imprenta y encontrarse con que tantos amigos han desaparecido?
- Me ha afectado personalmente. Pasan los años y se va muriendo tanta gente que parece una epidemia. Da la perspectiva de que las cosas se acaban. Pienso poco en la muerte, aunque he sido defensor de la eutanasia, como es sabido. Creo que las personas realizadas se preocupan poco por lo que les pase después de muertas. Yo tenía más miedo a la muerte de joven que ahora. Temo, eso sí, el sufrimiento y la decrepitud.
- Ha dicho que ha sido defensor de la eutanasia. ¿Ya no lo es?
- No, no, sigo siéndolo. Antes lo era de una forma más activa, en foros y debates. Me parece un acto de pura racionalidad. No solo cuando se padece una enfermedad grave; también si se está cansado de vivir. Es pensar: antes de que llegue la decrepitud, me voy...
- Cuando habla en el diario de la desaparición de José Luis López Aranguren, dice que los 86 años que él tenía «son una buena edad para morir». Es la suya en este momento...
- Sí, me he dado cuenta ahora.
-¿Es peor la muerte o el dolor y la angustia?
- Las dos cosas. Lo he vivido con mi hija y fue tremendo lo que sucedió. Las páginas del diario en las que cuento eso no las he tocado: se han publicado sin ningún retoque. Mientras repasaba esa parte pensé en lo que suele decir mi amigo Gonzalo Puente Ojea: que no quiere que nadie vea su cadáver.
- Presidió la Asociación Derecho a Morir Dignamente y ahora lo sigue siendo a título honorífico. ¿Dónde está el límite de la vida digna, el momento en que puede pensarse en una muerte digna?
- Primero, se requiere la voluntad lúcida de quien lo pide. Hace falta además la certificación de médicos que digan que la enfermedad que se padece es irreversible. También puedo admitir el suicidio asistido en casos de gran sufrimiento físico o moral, o si uno entiende que la vida ya no es digna de ser vivida, y eso solo lo puede decidir uno mismo. Pero, como le decía antes, procuro no pensar en ello. Montaigne, a quien tantos citan sin haber leído, escribió que no hay que preocuparse por la muerte porque en su momento la naturaleza ya nos informará.
- ¿Cómo le gustaría morir: escuchando a Bach, contemplando el horizonte en este salón desde el que se ve el Monasterio de Pedralbes, con un whisky con soda en la mano...?
- No he pensado en la música de mi funeral ni en lo que desearía hacer en mis últimos momentos. El hijo de Haro Tecglen pidió a su padre que arrojara sus restos a la basura. Hay mucho de patético en cosas así. Conozco a gente que lo tiene todo pensado, hasta han redactado su esquela. No es mi caso. Solo sé que me gustaría morir solo y que me incineren. Eso ya se lo he dicho a mis hijos.
en Barcelona en 1927. Estudia en los Jesuitas. Es Doctor en Filosofía e Ingeniería. Amplía estudios en Londres y Oxford.
Empresario durante unos años, funda luego la editorial Kairós, imparte clase en la Universidad, ejerce de periodista y publica un puñado de libros. Ha sido referencia imprescindible de la cultura catalana y española. Presidió la Asociación Derecho a Morir Dignamente y ha
sido gran activista del derecho a la eutanasia.
Acaba de publicar 'Diario de otoño'. Otros libros: 'Primer testamento','Cuaderno amarillo', 'La dificultad de ser español'. 'Conversaciones en Madrid, 'Asimetrías'...
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