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CÉSAR COCA
Domingo, 22 de diciembre 2013, 01:18
Nace en Lumbrales (Salamanca) el 29 de octubre de 1930. Estudia Filosofía y Letras en Salamanca y luego Cine en Madrid.
Carrera: cofundador de la revista 'Cinema Universitario' y promotor de las trascendentales Conversaciones de Salamanca, que marcan el rumbo del nuevo cine español. Debuta como director con 'Nueve cartas a Berta', que gana numerosos premios, entre ellos la Concha de Plata de San Sebastián.
'Del amor y otras soledades', 'Canciones para después de una guerra', 'Queridísimos verdugos', 'Caudillo', 'Los paraísos perdidos', 'Madrid', 'Octavia' y un puñado de documentales (entre ellos, 'Libre te quiero' sobre el 15-M), audiovisuales, videoinstalaciones y filmes para televisión.
Los ha recibido en España y fuera: Espiga de Oro, Medalla de la Academia, Bérgamo, San Remo, Cannes, Figueira-Da Foz...
Basilio Martín Patino (Lumbrales, Salamanca, 1930) camina por entre la corte de los milagros que a todas horas, mañana, tarde y noche, ocupa la Puerta del Sol. Dos hombres disfrazados de monstruos galácticos al estilo 'Alien' e instalados en sendas peanas frente a la sede del Gobierno regional -el edificio con el famoso reloj de las campanadas de Nochevieja- juegan a atemorizarlo ante la cámara del fotógrafo. No saben que hace algo más de medio siglo, este director de cine de culto visitó en más de una ocasión los calabozos de lo que entonces era la Dirección General de Seguridad y eso sí que daba miedo. Del auténtico. Mucho después, el 16 de mayo de 2011, a las nueve de la mañana, estaba en esta misma plaza con todo su equipo para filmar a la multitud que pacífica, harta e indignada exigía un cambio. Un director ya octogenario fue el que mostró más reflejos, el primero que se dispuso a tomar el pulso a un movimiento con gran peso entre los jóvenes; el más interesado en retratar la sociedad de su tiempo con sus miserias e ilusiones, como lo hiciera antes con la añeja burguesía del franquismo y las suyas. Hay en su mirada azul, su largo pelo blanco y su actitud ante la vida mucha rebeldía. Tanta que asegura que 'Libre te quiero', el documental sobre el 15-M, es un filme incompleto que requiere una segunda parte: la que narre el episodio del cambio que allí se reclamaba. Lo dice convencido.
- Estábamos en Salamanca cenando con unos amigos cuando alguien comentó que se estaba concentrando gente en la Puerta del Sol. Todos eran escépticos sobre la posibilidad de hacer algo, estaban resignados, y me rebelé contra aquello. Al terminar la cena, llamé a mi equipo y cité a todos para las nueve de la mañana en la Puerta del Sol, con todo el material. Cogimos el coche y nos vinimos a Madrid inmediatamente. A las cinco ya estábamos en la plaza, observando a la multitud.
En esa noche se unieron las dos ciudades de su vida: Salamanca, donde pasó la adolescencia y la juventud y a la que siempre vuelve, y Madrid, donde reside desde hace casi sesenta años. A la capital charra llegó con nueve. Sus recuerdos anteriores, los de Lumbrales, tienen un evidente aire machadiano.
- Allí viví años de felicidad total. Tengo una imagen bucólica: una casa muy grande, con un huerto y unos animales. La vida del pueblo era la gente y los amigos. Casi todos han ido muriendo...
- ¿Recuerda su primera sesión de cine?
- En Lumbrales había un local donde proyectaban películas, el único en toda la comarca. No sé qué película fue la primera que vi, pero sospecho que sería algo religioso, quizá de la Pasión. Mi padre era muy católico y estábamos sometidos a esa forma de ser.
- En esta misma serie de entrevistas, su hermano José María contó que en su casa no había tiempo para la holganza: cuando acababan sus tareas se ponían a leer. ¿Lo recuerda así también?
- Yo creo que más que leer me ponía a hacer teatritos, o escenas de cine con papel de cebolla, una caja de zapatos y una bombilla. Era un mundo elemental, pero nos hacía felices.
- En Salamanca estudia Filosofía y Letras. ¿Por qué?
- Era lo que más cerca quedaba del cine... Tuve buenos profesores. Allí estaba Tovar como rector, y Lázaro Carreter y tantos otros. Era una Facultad muy interesante. Hace poco encontré entre mis papeles una carta de Tovar. Me reñía mucho, pero también me ayudó en numerosas ocasiones.
- ¿Cómo era el ambiente estudiantil entonces?
- Espléndido. Fue una fortuna para mí. Además, enseguida montamos un cine-club, buscábamos películas por toda España, incluso a veces fuera, y la ciudad se entregó.
- Fue el impulsor de las Conversaciones de Salamanca, que sentaron las bases de la renovación del cine español. ¿Imaginó en algún momento la trascendencia de aquella reunión?
- No, porque ni siquiera nos resultó difícil organizarla. Gracias al cine-club nos relacionábamos con mucha gente y todos los que nos interesaban respondieron al llamamiento.
- Luego se vino a Madrid a estudiar Cine. ¿Cómo fue el cambio?
- Estábamos en el Colegio Mayor Guadalupe y allí nos reuníamos con Camus, Summers, Saura, Borau y otros. Nos preparábamos para salir a la profesión, y mientras tanto montamos otro cine-club.
- El ambiente sería muy distinto al de Salamanca.
- Sí. Madrid era entonces una ciudad conflictiva, había continuas detenciones... Pero habíamos desarrollado una personalidad que nos permitía estar tranquilos ante la Policía. Además, tomábamos algunas precauciones. Sabíamos que había un grupo de falangistas, los de la Centuria 20, que siempre andaban al acecho. Un día, cuando estábamos proyectando 'Roma, ciudad abierta', fíjese qué película tan católica, entraron al cine con la intención de pegarme, y tuve que esconderme. Por eso, más tarde poníamos a gente en la puerta para que avisara si venían.
- Su primera película, 'Nueve cartas a Berta', se convirtió de inmediato en lo que se llama un 'filme de culto' y además tuvo un notable éxito de taquilla. ¿Se sube eso a la cabeza?
- No. Era bastante normal lo que pasó, así que el éxito fue una sorpresa solo relativa. Éramos conocidos en Madrid, nos había ido bien desde el principio y eso había generado una expectativa.
- Pero no la rodó en Madrid. ¿Por qué?
- Regresé a Salamanca a rodar quizá porque, con todo, era el sitio que mejor conocía, con su pequeña burguesía y su intelectualidad.
Calabozos y censura
El éxito no le libró de visitar comisarías y calabozos y sufrir interrogatorios a cargo de policías brutales a quienes la calidad estética y la profundidad de sus filmes no decía nada. Hay en su memoria un nombre grabado a fuego, el del policía que dirigía las operaciones y muchas veces golpeaba a los detenidos. «Se llamaba Yagüe, y me puso a un agente que en cuanto salía a la calle me seguía. Yo vivía entonces en Fuencarral y ya me lo tomaba a broma. Más de una vez, el policía me condujo a Sol (la Dirección General de Seguridad)». Lo dice sin rencor, como si hubiese sido un juego, una escena de una de sus películas. Llama la atención que subraye más «la chulería» con la que aquellos jóvenes hacían frente a un policía «prepotente y con muy mal genio».
- Nos ponían en fila y era el mismo Yagüe el que iba dando bofetadas y golpes. Al llegar a mí, se paraba. Yo le provocaba diciéndole que por qué a mí no me golpeaba, pero no lo hacía. En ese sentido, no me quejo. Conmigo no se portaron del todo mal.
- ¿Alguna vez tuvo que pedir a su hermano, que era la mano derecha del cardenal Tarancón, que intercediera por usted?
- No. Me comprendía, pero no habría recurrido a él nunca.
- En el calabozo coincidió con Ridruejo, Caballero Bonald, Sastre...
- Sí, estuvimos juntos una semana más o menos, en el calabozo primero y luego en Carabanchel. Ridruejo era encantador y muy buena persona... Lo pasamos bien todos. Nunca nos faltó la alegría y creo que ninguno de nosotros tuvo miedo. O no lo parecía. Nuestros carceleros sabían que el franquismo estaba acabado. Puede que estas impresiones le parezcan contradictorias, pero así lo recuerdo.
- ¿Y la censura? ¿Cómo la vivió?
- Conocíamos a los censores y teníamos confianza con ellos, en el aspecto personal. Nos pasaba un poco como con los policías: con frecuencia, pensábamos que estábamos por encima. Creo que no había ningún tipo de rencor mutuo. Simplemente, existían dos bandos.
- Pero tres de sus películas, 'Canciones para después de una guerra', 'Queridísimos verdugos' y 'Caudillo', no se pudieron estrenar hasta después de la muerte de Franco.
- No lo vimos claro, y los distribuidores nos pidieron que aplazáramos el estreno.
- También rodó muchas escenas de sus películas en un sótano.
- Fue más por comodidad que por miedo. Y sabíamos que ellos sabían que rodábamos.
- Entre los críticos había muchos franquistas irreductibles. ¿Cómo se llevaba con ellos?
- Era una relación peculiar. Le voy a contar una cosa: a la gente del cine nos daban entradas para los estrenos, malas localidades, en la parte alta de la sala. Desde allí veíamos entrar a los críticos. Había uno llamado Pascual Cebollada que era muy conservador; en el fondo, un infeliz. Cuando entraba a la sala, muchas veces empezábamos a gritar: «¡Cebollón! ¡Cebollón!». Pero luego le saludábamos y hacíamos bromas con él. Y con otros.
- Franco era muy aficionado al cine. Llegó a conocerlo.
- No. No tuve ese honor (sonríe). Para él éramos chicos malos, algo peligrosos. Aunque creo que no pasaba de ahí.
- En el Palacio del Pardo se vieron algunas de sus películas. ¿Cómo les llegaban las copias si no habían sido distribuidas?
- No lo sé. Me enteré de que habían visto 'Canciones para después de una guerra'. Alguien se la llevaría. Tuvimos que guardar una copia en el sótano de la casa de una de mis hermanas, porque querían destruirla. La cosa empezó cuando en uno de esos pases la vio la mujer de Carrero Blanco, y le dijo a su marido que tenía que verla. Él le contestó que no, que había que destruir lo que había hecho «ese mal español». Era yo, claro.
- A diferencia de la mayoría de sus compañeros de generación, usted nunca se afilió al PCE. ¿Por qué?
- Nunca tuve carné, es cierto. Creo que porque tenía un gran afán de libertad y algunos prejuicios. Muchos queríamos liberarnos de ataduras, incluida la de la militancia. En cualquier caso, sabían que podían contar conmigo.
El cine es la vida
Ese afán por no depender de nadie le llevó también a crear muy pronto su propia productora y a asumir tareas no habituales en un director. «Estábamos acostumbrados a hacerlo todo o casi todo», cuenta mientras mira, más que come, un plato de arroz con cerdo y alcachofas. Apenas unos minutos antes, mientras recorría con parsimonia el corto trayecto entre su casa y el restaurante, en el corazón del Madrid de los Austria, varias personas lo han parado para saludarlo. Vecinos, amigos, aficionados al cine.
- Tuvimos que rodar 'Queridísimos verdugos' con un equipo técnico portugués, para evitar en lo posible que las autoridades se enteraran de lo que estábamos haciendo. Eso hizo que entablara contacto con mucha gente de allí. Algo después, tras la Revolución de los Claveles, estuve en Portugal y me traje películas y documentales que habían rodado ellos sobre la Guerra Civil y la postguerra. Aquello estaba prohibido, por supuesto, así que metimos los rollos de película en tinajas para aceite para poder pasar la frontera.
- Se retiró relativamente pronto del cine de ficción para dedicarse al documental y las performances. ¿Por qué?
- Nunca supe distinguir entre el cine de ficción y el de no ficción. En cuanto a los experimentos, a las performances, se debe a que la manera de ver el cine tradicional ya no me satisfacía. Por eso he tratado de buscar la complicidad con el espectador: ofrecer varias historias y que él construya el relato que quiera.
- ¿Cómo se ha llevado con los actores?
- Siempre bien. Una película tiene mucho de ejercicio de hermandad porque si no, no se puede hacer. Me he encontrado muy a gusto con ellos.
- ¿Qué siente cuando revisa sus propias películas?
- He visto algunas con mi hija. Me reconozco en las historias, en el lenguaje, pero sin aspavientos. No sé qué se dirá de ellas en el futuro. Se verán, espero, y ya no es poco. Quizá hasta se hable bien.
El futuro
Atardece mientras pone rumbo a la Puerta del Sol. Acaba de tener un recuerdo emocionado para Carmelo Bernaola, un amigo entrañable desde que escribió la música de 'Nueve cartas a Berta'. «Se fue demasiado pronto», repite casi con lágrimas en los ojos. Habla largamente del carácter del compositor vasco, de su bonhomía, su risa franca y su afabilidad. En ello está mientras recorre los últimos metros de la calle Mayor y se introduce en la algarabía de titiriteros, estatuas humanas, malabaristas, cantantes con y sin licencia municipal, vendedores de lotería, turistas, curiosos y descuideros. Un paisaje muy diferente al del 15 de mayo de 2011 y los días posteriores. Pasea por los mismos lugares donde rodó y donde nada más llegar se encontró a su hija con un cartel cargado de contenido y esperanza: «Dormíamos, despertamos».
- No sabíamos que estaba allí, pero no nos extrañó, porque es como nosotros (al decirlo, mira a Pilar, su esposa). A ella le hacía gracia que la gente me reconociera. Fueron unos días muy intensos. Tanto que no había tiempo de rodar todo lo que pasaba. Recuerdo que muchas veces me dije a mí mismo: «¡Que yo haya vivido para ver esto!»
- ¿Qué espera ahora de la vida?
- Nunca he esperado nada especial. Siempre he sido optimista sobre el futuro. Estamos preparados para lo que suceda. La Puerta del Sol fue un prolegómeno de algo que va a pasar. Seguro. Por eso había que rodarlo por cojones.
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