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JULIÁN MÉNDEZ
Domingo, 16 de febrero 2014, 01:06
Los haces de luz blanca de la linterna del faro de Mouro, ese islote rocoso plantado en mitad de la bahía de Santander, son visibles a doce millas de distancia por los vigías de los buques mercantes. Pero, con seguridad, el de Mouro es uno de los faros más contemplados del mundo.
Desde 1985 y cada vez que se anuncia un temporal en el Cantábrico, Esteban Cobo, fotógrafo de la agencia Efe en Santander, consulta el cuadro de mareas y corre a situarse en la península de la Magdalena, en la playa de El Camello o en la primera del Sardinero. Allí, forrado hasta las cejas y armado con su 'Canon EOS Mark IV', acecha el momento preciso en que las grandes olas llegadas desde el Noroeste golpeen y cabalguen sobre la mole rocosa, encaramándose y rompiendo brutales contra la torre hasta inundar la atmósfera de una espuma que es puro océano molido. «Persigo la ola estallada», confía el fotógrafo.
La instantánea tomada el pasado domingo 2 de febrero dio la vuelta al mundo, ha sido portada en el 'International New York Times' y ha ocupado lugar destacado en 'The Guardian' y en varios diarios alemanes. La imagen era el mejor resumen posible de la excepcionalidad del temporal.
El documento muestra en toda su enormidad el poderío del océano y el ridículo empeño del hombre por dominarlo. El faro queda empequeñecido ante la furia de este mar tiránico. Calculen que esas olas de 12 y 13 metros que acometen la bahía santanderina rebasan al estallar contra el islote los 50 metros de altura. El cálculo es sencillo: la torre mide 18,39 metros y el islote se eleva otros 20 sobre el nivel del mar. La espuma engulle esa construcción de resistentes muros (las paredes miden 1,1 metros de grosor) que sirve a los marinos para anotar en sus cartas marítimas la recalada en el puerto de Santander. «Está a 700 metros del Palacio de la Magdalena, pero la isla de Mouro es puro mar abierto», subraya el fotógrafo.
«Cada vez que debo visitar el faro para hacer el mantenimiento me acuerdo de las familias que vivieron allí hasta 1921. Vaya suplicio. El faro de Mouro es una condena. Aislados y sin sitio ni para pasear», se lamenta Carlos Calvo, uno de los técnicos de señales marítimas destinados en Cantabria. Cuesta imaginar cómo se desenvolvían las dos familias que servían de continuo en la torre de Mouro desde su inauguración, en 1860. Disponían de seis cuartos en la planta baja y de un casetón aislado, de tres por tres metros, que usaban como cocina y almacén. «Les llevaban provisiones para un mes, pero como la cosa se pusiera mal, tenían que racionar la comida. Menuda vida. En España hay faros más aislados que éste: los de Cíes, Sisargas, Oms o Sálvora, todos en Galicia. Pero ninguno tan expuesto como Mouro. En una ocasión, el oleaje voló la cúpula de la linterna. Hasta andar entre sus rocas es complicado: te tienes que mover a saltos», dice el farero Arturo García Puente.
Rastreadores de temporales
Mouro tiene unos cuantos muertos a la espalda. En 1865 y en mitad de un temporal, uno de los fareros fue arrastrado por un golpe de mar y pereció ahogado. Treinta años después, uno de los dos técnicos de servicio murió de forma repentina en la torre. La mala mar impidió evacuar el cadáver y el compañero debió cumplir con su rutina de encender y apagar la linterna con el compañero de cuerpo presente. Arturo García Puente relata también cómo el hijo de un farero perdió pie cuando iba a desembarcar en el islote y falleció sin que nadie pudiera hacer nada por salvarlo.
«Hoy, apenas hay unas escaleras y un noray para amarrar nuestra embarcación de servicio, 'La Solía'. Hace unos años, en un reparo del temporal, fuimos a arreglar una placa solar que había arrancado la mar. Empezó a ponerse peor. Nos tuvieron que sacar en helicóptero», ilustra García Puente. «Allí solo pueden vivir las gaviotas. Es su reino».
Los faros, como centinelas perpetuos rodeados del bullente mar, arrastran una legión de admiradores. Tipos picados por el veneno de la mar que adornan el salón de casa con escenas del océano batiendo contra las torres de la Jument o Ouessant o de olas cercando las linternas de Punta Hurst o The Needles, que amparan a los marinos que afrontan el Solent británico. Es una geografía peculiar, una enciclopedia de moles resistentes a la cólera marina en la que Mouro (llamado Mogro hasta que el cartógrafo Vicente Tofiño cometió un error caligráfico al transcribir el nombre) ocupa un lugar propio.
Estos días, decenas de fotógrafos aficionados se arraciman en las verdes praderas de la Magdalena o hunden sus botas en las arenas de la playa para tratar de detener el tiempo en el momento en que el colérico soberano del Norte, que diría Josep Conrad, arremete con toda su furia contra el iluso torreón marino que pretende alertar, con sus tres destellos cada 16 segundos, de un peligro sumergido: la barra de Santander.
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