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J. R. ALONSO DE LA TORRE
Jueves, 1 de mayo 2008, 12:10
Ya les he contado que estos días paso mucho tiempo en la Residencia. La otra tarde llegaron por allí tres señoras cargadas con mantos. Eran María Luisa, Blanca Jiménez y una amiga que portaban dos mantos de la Virgen de la Montaña para que los enfermos los besaran y encontraran en ello consuelo. A quienes estábamos sanos, nos entregaban unas estampas. Yo pensé que mi estampa quizás le hiciera más bien a algún enfermo y les dije que ya había ido a ver a la Virgen a Santa María (era verdad) y ya tenía una estampa (eso era mentira). Ellas me pusieron en mi sitio: «Eso es imposible porque las estampas todavía no las han repartido. Anda, cógela». La cogí, me cercioré una vez más de que uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras y me acordé de la última metedura de pata de mi amigo Jesús Aquilino, que también tuvo lugar en la Residencia. Jesús Aquilino estaba convaleciente y se enteró de que la enferma de la habitación vecina era de un pueblo cacereño de cuyo nombre es más prudente no acordarse. Al instante, Jesús Aquilino le confesó que él tenía un amigo en ese pueblo que una noche dejó a su novia en casa y se fue en su moto, pero se olvidó la cartera, regresó a casa de su novia a por ella y se la encontró en la cama con el cura. La réplica de la enferma fue de las que nunca se olvidan: «Yo era la novia de marras y le aseguro que no estaba con el cura, rompimos por otras razones, pero en mi pueblo tienen muy mala idea, la gente se inventó lo del cura y desde entonces tengo que aguantar esa mentira». Desde ese día, mi amigo Jesús Aquilino lleva en la cartera la foto del Rey dirigiéndose a Chávez en Chile: «¿Por qué no te callas?».
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