Les juro que cada mañana me levanto con el firme propósito de no irme pochando conforme avanza la jornada. Obviamente, lo consigo unas veces y otras hago como que no. Porque el optimismo recalcitrante siempre me ha parecido más pernicioso que el pesimismo ilustrado. También me propongo comer más despacio y no engullir, pero me sigue siendo imposible frenar a tiempo o entrar en boxes sin esprintar. Hoy, por cierto, me he disfrazado de hombre común y me noto más ligero y hasta con una talla menos de empatía. Achaco este desengordamiento a que camino bastante más, al ritmo de las calorías incineradas bajo la tutela de la app dictatorial del iPhone que conseguí programar con menos esfuerzo que ganas de testarlo. Y no me produce desasosiego, conste, esta mengua, pues me parece que las idioteces ajenas resbalan mejor coincidiendo con que me agencié hace unos días una camiseta waterproof en una tienda de corte clásico de la avenida Juan Carlos I. Aunque en el balance mensual que hago de mis pasos sobre la Tierra, voy empatando en desasosiego con el muchacho que no aprobó las Matemáticas de primero de BUP hasta bien entrado tercero, y que sabe ahora que, por muchos tutoriales de YouTube que visualice, nunca aprenderá a crear una base de datos para clasificar los deuvedés y descargas digitales que ya amenazan con sacarle de casa tras muchos años de ir guardando y recopilando sin ton ni son, estoy relativamente tranquilo porque la hipoteca a cuarenta años permanece agazapada como un oso -todo lo agazapado que puede estar un oso, se entiende- en el cajón de las cuentas, borrones y facturas varias sin alterar los ánimos porque, entre otras cosas, colchón aún hay. Como en la canción de The Sound, uno no puede escapar de sí mismo, aunque a veces quisiera, y darme a las drogas, a estas alturas, me da una pereza inquebrantable, así que voy a la cocina y me como una lata de sardinas con los dedos y luego lanzo la lata al cubo de los envases, donde alguien antes que yo ha arrojado los restos de un bacalao a la nata y calculo, por la hora y el estado del cielo, que habrá sido mi hijo, que está aprendiendo a quitar la mesa, pero lo de reciclar, me temo, le va a quedar para septiembre.
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