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Sor Celina, en la iglesia del Real Monasterio de Santa Ana, con el libro sobre su biografía. :: j. v. arnelas
La guardiana de Santa Ana

La guardiana de Santa Ana

Su biografía, publicada por la Fundación CB, desvela su exilio en la Guerra Civil, su primer amor y la oposición de su madre a que se hiciera monja | Sor Celina es la mujer que ha logrado en sus 70 años de clausura que el Real Monasterio y su patrimonio sobrevivan

Domingo, 22 de diciembre 2019, 09:05

Sor Celina es el alma del Real Monasterio de Santa Ana, donde vive desde hace 70 años. Con ella llegó el agua caliente al convento, el teléfono, los trabajos de encuadernación y lavandería, el arte, el archivo, el museo... Con su impulso ha logrado mantener viva una comunidad religiosa y conservar un patrimonio histórico-artístico de un convento que el año pasado celebró su quinto centenario.

Su vida protagoniza la primera biografía dedicada a una mujer de la colección 'Personajes singulares' de Extremadura de la Fundación CB. El libro lo han escrito al alimón Paola Cortés, la historiadora de arte que ha pasado los dos últimos años pegada a Sor Celina para catalogar el archivo que la clarisa desempolvó de los baúles, y Miguel Ángel Vallecillo, historiador y director del Museo Etnográfico de Olivenza.

Dividido en seis capítulos, los dos primeros los firma de su puño y letra Sor Celina, donde desvela su historia más desconocida, el tiempo antes de la clausura en el que aún era Flora Sosa Monsalve. Su madre le puso el mismo nombre que tenía su tercera hermana, que murió antes de cumplir los dos años.

De su niñez se detiene en la Guerra Civil, que le marcó profundamente y que recuerda -dice- «como si pasara por mí una película». Tenía 8 años cuando a punto de comer, unos milicianos les echaron de su casa. Era el 13 de agosto de 1936 (un día antes de la toma de Badajoz ), vivían en la carretera de Campomayor y su hermano pequeño tenía 27 días.

«Señor Sosa -dirigiéndose su padre-, márchese enseguida con su familia si quiere salvar sus vidas. Nuestras tropas avanzan apresuradamente». Esas palabras las tiene grabadas a fuego. Cogieron dos botijos de agua, unos trozos de pan y chocolate y emprendieron el camino a pie hasta la frontera, donde fueron acogidos por una familia en Campomayor. La travesía -recuerda- fue tan penosa que a su madre se le retiró la leche. Su exilio no duró mucho.

Entró en la Escuela de Artes y Oficios un año antes de lo permitido. Tuvo que mentir sobre su edad

Más dulces son sus recuerdos sobre su ingreso en la Escuela de Artes y Oficios. Antes de la clausura, sintió la llamada del arte. Tanto es así que no dudó en mentir sobre su edad para poder ingresar en ella, tenía 13 años recién cumplidos. La edad mínima para matricularse eran los 14, «pero no me veía capaz de esperar un año».

Allí estuvo hasta los 22 años, aprendiendo pintura de Adelardo Covarsí, Manuel Fernández Mejías, Carmen Lucenqui y Antonio Juez, quien cuando se enteró de que quería ser monja, intentó disuadirla animándola a irse a Madrid a seguir estudiando arte. «No cierres tu don bajo llave», le aconsejó el pintor.

Tenía talento. Siempre ganaba el primer premio de final de curso. Por eso, destaca Cortés: «Lo que más miedo le daba cuando decidió cambiar su vida era que las monjas no le dejaran meter los pinceles en el convento».

Antes de eso, se enamoró. Tenía 17 años. Se llamaba Juan -no desvela sus apellidos-, tenía seis años más que ella, fueron novios durante tres años y con él soñaba formar un hogar como el que le habían dado sus padres. Pero la llegada de la Virgen de Fátima a Badajoz le cambió el destino.

Era el año 1947 y vio la procesión desde un balcón del antiguo Bárbara de Braganza, hoy sede de la Diputación de Badajoz, cuando iba camino de la catedral. «Esa fue la llamada», dice Vallecillo, aunque el gran empuje hacia la clausura lo recibió poco después, tras la muerte de su padre y su convalecencia por la grave enfermedad que le produjo su pérdida.

Estaba prometida con su novio pero la visita de la Virgen de Fátima a Badajoz en 1947 cambió su destino

Hasta ese momento reconoce su devoción mariana. «Jamás me acosté sin rezar tres veces el Ave María y lo mismo hacía cuando me levantaba, una costumbre que había adoptado de mi madre y mi abuela», pero a renglón seguido desvela que pocas veces rezaba el Rosario y que buscaba excusas para no ir a misa los domingos.

«No quiero casarme», le dijo a su prometido, aunque dice que esas palabras que salieron de su boca no las había pronunciado ella. Así fue como Juan, y a la vez su madre, se enteraron de su cambio de rumbo. Entonces ya trabajaba llevando la contabilidad de la farmacia Liso, en la antigua calle Echegaray -hoy Virgen de la Soledad- y cada día de camino pasaba por delante del convento de Santa Ana.

Un día llamó al torno y preguntó a la monja: «Qué necesito hacer para llevar su uniforme?». Lo tenía decidido, quería ser monja y de clausura. Eso pese a la oposición frontal de su madre, que el día que iba a ingresar en Santa Ana le cerró el paso y le suplicó que no lo hiciera. Fue su hermana Maruja la que la bendijo en el acto, justo antes de traspasar los muros donde ha pasado los últimos 70 años de su vida ya como Sor Celina. «Me costó muchísimo renunciar a tantas cosas: mi forma de vestir, al trabajo, al hogar, a la familia...».

Sin embargo, los dos autores de su biografía confirman que jamás en este tiempo se ha arrepentido de su decisión. Con 34 años, fue la primera clarisa que sin cumplir ni los requisitos de edad ni de tiempo de clausura se puso al frente del convento. Ha sido 27 años madre abadesa, -más madre que abadesa, dice- y ha sido la que ha logrado que su comunidad sobreviviera a la falta de recursos económicos y de vocaciones, que se ha llevado por delante muchos conventos en España.

Lo hizo haciendo más amables las condiciones de vida dentro del Real Monasterio, buscando medios para subsistir sin depender de las donaciones: creó una taller de encuadernaciones, una lavandería y mantuvo el obrador. Logró salir de la clausura para formarse en restauración y así asumir la recuperación del patrimonio del convento. Fue ella quien, junto a otras tres monjas, rehabilitó el retablo tras el incendio que lo dañó en 1991 y es quien ha creado el archivo y el museo del Real Monasterio. «Ha sabido compaginar sus dos vocaciones, la religiosa y la artística. El feminismo también puede vestirse de hábito», destaca de ella Paola Cortés.

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