Hoy les vengo a hablar de mi último paseo por la ciudad de Badajoz. Salgo de casa a las diez menos cuarto porque no quiero que las calles estén sin poner y me dirijo, con este paso destartalado que genéticamente heredé, al centro. En apenas diez minutos estoy parado frente a la puerta del consistorio pacense y, como me pica la gusa porque tuve un desayuno frugal, me entallo una tostadita y un café con leche exento de simpatía en un bar de la zona. Luego me digo que mejor me acerco al parque del río, que hace bueno, y decido que voy a sentarme en una terraza exenta de patos a ver la vida pasar, siempre que sea capaz de sortear ciclistas, runners, niños con patinete y otros vehículos impulsados por la musculatura humana o por baterías eléctricas que destruirán el planeta y, por extensión, el bolsillo de más de un omnívoro amante de las energías alternativas. Como en la terraza hace un poco de fresco, apuro la caña y me voy dando un paseo hasta San Roque, que es un barrio repleto de vitalidad y de casas de apuestas. En mi trayecto por este microcosmos ya he pisado más de una baldosa piscinera y llevo los calcetines mojados a partes iguales. La app que mide mis progresos camineros me indica que llevo 7,4 kilómetros recorridos y que he superado los 6.500 pasos que me fijé como objetivo al comenzar el año. Una parte de mí se alegra de este progreso y la otra decide apretarse un pincho y un vinito sin remordimientos cardiovasculares. Previamente me agencio El jueves en un kiosko con quiosquero, que es ya considerado una especie en extinción, y me dispongo a esperar, vermú mediante, a que mi chiquillería sanguínea salga del colegio y con el firme propósito de no llevarles la mochila ahí me maten. Un poco piripi por lo desacostrumbrado de privar un día de diario, me encamino al centro escolar mientras consulto si ha bajado el precio del disco de Rosalía en Amazon. Llego dos minutos antes de que suene el timbre que indica que la chavalada puede irse y me enorgullezco de haber cumplido, un día más, con los deberes parentales y exento de remordimientos, conste. En la panadería compro una chapata y descubro, al abrir la puerta del portal, que ya solo queda media, mientras amago un pescozón exento de rencor hacia el pequeño culpable.

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